La tentación de la desunión
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Cuando una sociedad entera se enfrenta a una crisis brutal y desconocida, sólo caben dos opciones de salir de ella: unidos o más divididos que nunca. En un caso, saldremos reforzados. En el otro, saldremos, pero las consecuencias pueden ser aún más graves.
Es obvio que si nos dieran a elegir, todos optaríamos por esa deseada unión. Sin embargo, vemos más a menudo de lo que desearíamos que hay personas o colectivos que están anclados en la confrontación perenne. Y así no avanzamos. O más bien, avanzamos hacia el abismo.
Quienes se suman a esa corriente de la lucha constante para ir contra todo y contra todos, habitualmente quieren promover unos dictados ideológicos por la fuerza de la acción. Pero, haciendo uso del lenguaje y la comunicación como métodos propios de la más calculada propaganda posible, arrastran a cientos de ciudadanos bienintencionados que comparten esas acciones sin siquiera pararse a pensar en el transfondo de todo esto. El poder de las masas.
Y estas situaciones ocurren muy a menudo (demasiadas veces) en todos los ámbitos de nuestra sociedad, azuzadas y alimentadas por el poder viralizador de las redes sociales. Pero es especialmente lacerante y triste cuando se producen dentro de la propia Iglesia.
Volviendo al párrafo inicial, únicamente de nosotros depende cómo queremos salir de esta crisis. Sinceramente, creo que la división no es el mejor camino. No nos conduce a nada. No habrá vencedores de nada. La Iglesia es, en su misma raíz, unidad, comunión, común unión de todos sus miembros, y de éstos con el mismo Cristo. Un Cristo a quien recibimos diariamente no sólo en la Eucaristía, sino a través de la plasmación de su amor en cada una de nuestras acciones. Olvidar esto es olvidar quiénes somos, cuál es la base de nuestra fe.
Sublevarse ante decisiones difíciles, tomadas en base a la protección de la salud de todos los fieles, de toda la sociedad, es injusto. Cargar contra los que han tomado dichas decisiones, cuando ellos sufren también por ellas, es injusto. Las palabras comprensión, empatía, respeto y unión deberían, ahora más que nunca, ser nuestra máxima.
Atravesamos un período de "noche oscura del alma", que diría mi ilustre paisano San Juan de la Cruz. Estamos ante un tiempo de prueba, que sin duda sacará lo mejor y lo peor de cada uno de nosotros. Quizá ahora, en medio del silencio, deberíamos replantearnos cómo vivimos nuestra fe. Si nos sentimos Iglesia, o sólo decimos pertenecer a ella con la boca chica. Y, sobre todo, si éste es el momento preciso para horadar nuestras comunidades. ¿Construimos puentes entre todos, o levantamos muros?