La conversión de García Morente: Del acontecimiento al hecho
"Tal debía ser el escenario en que vivía Manuel García Morente, aunque la desolación era mayor en su espíritu"
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Me encontraba una vez en un parking de París con mi familia, satisfechos por haber encontrado aparcamiento, empresa algo difícil y con sus respectivos costes en tiempo y dinero. Mientras salíamos de allí, por la megafonía del lugar se emitía música clásica. Las ondas de Radio France Classique me hicieron disminuir mis pasos hacia la salida, pues no había escuchado algo sí en un sitio semejante. Las notas me confirmaban que París es una gran capital de la música, y al mismo tiempo pensaba en el gran poder de la música, capaz de iluminar, e incluso de transformar, situaciones en apariencia triviales.
Con o sin conocimientos musicales, una audición clásica puede tener la cualidad de sugerir en el oyente las cosas más dispares. Sobre este particular, recuerdo que el filósofo Manuel García Morente, exiliado en París durante la guerra civil, tuvo una experiencia religiosa que fue precedida de una audición musical. La música fue el acontecimiento y su percepción de la presencia de Dios constituyó lo que él calificó de “hecho extraordinario”.
Poco antes de la medianoche del miércoles 29 de abril de 1937, una noche todavía de luna llena, García Morente se encontraba en el octavo piso de una casa situada en el número 126 del Boulevard Sérurier. Si alguien se imagina que este lugar era un escenario ideal de primavera parisina, se equivoca por completo. Un buen amigo, periodista que reside hace años en la capital francesa, conoce el lugar. Un lugar que no es el núcleo central de París, pero tampoco es una zona residencial de la periferia. Mi amigo lo define como una tierra de nadie, de una tristeza desesperante. Este calificativo de frontera triste puede entenderlo muy bien quien haya leído a Louis Ferdinand Céline, conocido por su áspera novela Viaje al fin de la noche, y que en 1936 publicó una continuación, Muerte a crédito, otro relato autobiográfico, que transcurre en barrios y bulevares en los que intentan sobrevivir gentes de condición humilde, incapaces de adaptarse al progreso técnico, y que viven sumidos en las deudas y la miseria. Para ellos, vivir equivale a una muerte a crédito.
Tal debía ser el escenario en que vivía Manuel García Morente, aunque la desolación era mayor en su espíritu. No encontró ningún trabajo en París, pero una editorial le encargó la labor puntual de redactar un diccionario y poco después recibió un inesperado ofrecimiento de Argentina: una cátedra de Filosofía en la universidad de Tucumán. Sin embargo, el profesor se sentía anodado por otra preocupación: conseguir la salida de su mujer, hijas y nietos de la zona republicana. Él mismo cuenta que su compañero de piso se había ausentado unos días y se había quedado solo. García Morente fumaba y tomaba café continuamente, presa de su nerviosismo, y no podía conciliar el sueño. Su única ventana al mundo, en el sentido simbólico y real, era la de su habitación. Desde ella podía atisbar la colina de Montmartre, a cuatro kilómetros en línea recta, coronada desde hacía unos veinte años por las cúpulas de la basílica del Sacré Coeur.
Los recientes acontecimientos, sobre todo los que podían mejorar su situación económica, habían despertado en el filósofo el interrogante sobre si habían sido fruto del azar o bien había que atribuirlos a la Providencia divina. García Morente había perdido la fe apenas entrado en la adolescencia. Las lecturas y la soledad tuvieron bastante que ver con ello. El Dios relojero, que abandona el mundo a su suerte, es el dios de los agnósticos. ¿Tenía algo que agradecerle aquel prestigioso profesor, educado en la pedagogía de la Institución Libre de Enseñanza? Si realmente había velado por su subsistencia, ¿debía pedirle ahora que le ayudara a que su familia saliera de España?
Abrumado por su desasosiego, García Morente encendió la radio. En una carta dirigida a su amigo monseñor José María García Lahiguera, en la que relata su vivencia espiritual de aquella noche, señala las tres obras musicales que pudo escuchar. Tuvo tiempo de saborear los compases finales de la Sinfonía en re de César Franck, que fueron seguidos de una pieza breve, la Pavana para una infanta difunta de Maurice Ravel, obra maestra del impresionismo, una música para piano pausada y de una lejana sonoridad, que a su autor le evocaba la infanta de las Meninas de Velázquez. Quizás no lo pretenda, pero resulta una obra de un recogimiento religioso.
Pero la gran obra que iba a escuchar aquella noche García Morente era La infancia de Cristo de Héctor Berlioz, un oratorio con textos del propio compositor. No es indispensable ciertamente, pero aconsejaría a algunos que lo escucharan entero, o en parte pues dura más de hora y media, y así se pondrían por unos instantes en el lugar del filósofo. Este se fijó especialmente en la figura del tenor recitador que va narrando una historia dividida en tres partes, en las que se evoca el sueño de Herodes que le llena de inquietud por temor a ser destronado por un niño nacido en Belén, la huida a Egipto de la Sagrada Familia y su apacible reposo en un oasis del desierto, y la llegada de los fugitivos a la ciudad de Sais en el delta del Nilo. Allí son rechazados por romanos y egipcios, hasta que finalmente son acogidos en casa de un carpintero ismaelita, pues los descendientes de Ismael son también hijos de Abrahán. La obra termina con la intervención del recitador y de un coro que recomienda a los fieles llenarse del “grave y puro amor , el único puente que abre la morada celestial”.
La infancia de Cristo desató en la mente del filósofo toda una sucesión de imágenes, evocadoras de otros pasajes evangélicos, en los que probablemente no había pensado desde su niñez: el perdón de la mujer adúltera, los pies de Jesús lavados por la pecadora, Jesús atado a la columna, las mujeres al pie de la cruz… Terminada la interpretación, García Morente apagó la radio y fijó su vista en Montmartre, el monte de los mártires, y esa mirada le evocó una inmensa multitud de hombres, mujeres y niños atraídos por los brazos del Crucificado que se alargaban hasta alcanzar a todos. Sintió que aquel Dios era el Dios verdadero, el Dios vivo, la Providencia divina, que ahora había hecho irrupción en su vida. Se puso de rodillas y rezó un Padrenuestro, con el que ponía su vida en las manos de aquel Dios providente de manos llagadas.
Las palabras son pobres para expresar lo que Manuel García Morente experimentó después. Con todo, expresa algo en su testimonio. Se quedó petrificado porque en aquella habitación experimentó la presencia de Dios. No le veía físicamente, pero se sentía inmóvil e hipnotizado por su presencia. Confiesa que tuvo esta sensación por espacio de una hora. Finalmente, su espíritu quedaría inundado de alegría. No es casualidad que Blaise Pascal tuviera una experiencia semejante en París en la noche del 23 de noviembre de 1654. Esa noche creyó que Dios era el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, y no el dios de los filósofos, y se llenó de una alegría indescriptible.