La vocación del joven Wojtyla
Antonio R.Rubio Plo recuerda al papa san Juan Pablo II en el 15º aniversario de su aprtida al cielo
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Hoy quisiera relacionar uno de los pasajes de la homilía de Santa Marta del 2 de abril, cuando se cumplen quince años de la muerte de san Juan Pablo II, con la vocación de aquel santo pontífice. El papa Francisco recordó que cada cristiano es un elegido, que nadie de nosotros elige ser cristiano entre las distintas opciones de un “mercado” religioso. Somos cristianos porque hemos sido elegidos, lo que me lleva a relacionar esta afirmación con el conocido pasaje de “no sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os ha elegido” (Jn 15, 9) La elección, traducida en vocación, es lo que nos hace cristianos. Lo que tenemos que hacer es decir si a esa elección que Dios ha hecho de nosotros.
Cada persona pertenece a una sociedad y una cultura. Los pueblos eslavos, como los polacos, tienen una sensibilidad a flor de piel, tal y como demuestran sus respectivas literaturas. Pero el joven Karol Wojtyla, cuyos primeros años fueron marcados por el dolor de perder a sus padres y a su único hermano, supo encontrar en el estudio y en la práctica religiosa una vía para no caer en la desesperación. En vez de paralizarse por la amargura, se sobreponía para cumplir sus deberes diarios de estudiante. Esos deberes formaban parte de su vocación. Estaba convencido, tal y como señalaba el cardenal Newman, de que Dios nos ha puesto en este mundo para una finalidad y nos toca descubrirla. Por lo demás, desde la ventana de su habitación en su localidad natal de Wadowice podía ver a diario la inscripción de un reloj solar de la iglesia que quedaba enfrente. Allí se leía: “El tiempo vuela, la eternidad espera”. Pero precisamente porque el tiempo vuela, un cristiano tiene que reconocer que el tiempo es uno de los tesoros de Dios.
Karol Wojtyla amaba la literatura polaca, lo que me recuerda que el amor del papa Francisco por la literatura argentina. De la buena literatura se pueden sacar frutos para la oración y la meditación. Gustaba de poetas del Romanticismo como Adam Mickiewicz y Cyprian Norwid, pero no se quedaba solo con sus composiciones líricas. Ambos escritores habían combatido con su pluma por la dominación de su patria del dominio extranjero. El joven estudiante valoraba unos escritos que desbordaban fuerza y resistencia, si bien podían llevar a un sentimentalismo del exilio, interior y exterior, marcado por la inacción o la nostalgia. Además, admiraba la novela Quo Vadis de Henryk Sienkiewicz. Muchos la hemos leído en la adolescencia, y al releerla nos hemos fijado en pequeños detalles de esta historia de los primeros cristianos de Roma, sometidos a la persecución de Nerón. En esas páginas late una fe ardiente, con una confianza en Dios que llega al extremo. Un ejemplo es lo que dice el apóstol Pedro a Marco Vinicio, cuya prometida Ligia ha sido condenada a muerte por ser cristiana: “Aunque la veas bajo la cuchilla del verdugo o entre los colmillos del león, ten fe en que solo Cristo puede salvarla”. Ni que decir tiene que Ligia era un perfecto símbolo de la Polonia subyugada.
La oración, la meditación y el estudio influyeron en toda la existencia de Karol Wojtyla. Conocía bien las tradiciones de su tierra, pero también sabía entender los signos del presente gracias a su comprensión de las mentalidades de quienes le rodeaban. Su padre le enseñó alemán y así pudo leer en su idioma original a los filósofos del siglo XVIII que influyeron en la modernidad, como Kant, y a los del XIX, como Marx, que vieron triunfar su ideología en el XX. Esto explica que Karol Wojtyla fuera un interlocutor muy apreciado por las autoridades comunistas. Era un religioso, pero no encerrado en sí mismo. Conocía las mentalidades de
aquellos dirigentes, aunque al mismo tiempo no olvidaba que eran polacos y seres humanos. El hielo se podría romper por algún sitio.
Sus circunstancias vitales llevaron a Karol Wojtyla a profundizar en el estudio. Con todo, nunca cayó ni en la erudición ni en la especialización ciega. Aunque pudiera parecer lo contrario, este tipo de saber lleva a un peligroso autismo y aleja de un conocimiento más vasto e ilimitado. Es buena la curiosidad científica, la sed de aprender y de descubrir. Lo preconizó Kant con aquel famoso sapere aude. Sin embargo, el joven Wojtyla le daría otro sentido, más en la línea de la máxima, “que la fe piense”, atribuida a san Agustín. Por tanto, aprender tiene la finalidad de aprehender el misterio humano y el divino