San Agustín

Todos los Santos tiene su huella. No obstante no faltan quienes tienen una luz más especial en el alma del pueblo fiel. Hoy, Domingo XXII del Tiempo Ordinario, celebramos a San Agustín de Hipona, cuya conversión fue un aliciente en cuantos lo escuchan. Nacido en Tagaste (Norte de África) el año 354, es hijo de Santa Mónica, cuya memoria celebrábamos ayer, y de un pagano converso de nombre Patricio.

Durante su juventud se desvió de los caminos de la Fe en que le había instruido su madre. Imbuido en los placeres terrenales, y dentro de esta vida sin rumbo en que se hallaba sumergido, abraza el maniqueísmo, convencido de que en ella hallaría la verdad. Esta doctrina errónea fue difundida por el persa Manes, quien defendía la oposición entre un dios bueno, dando también a Satanás categoría de dios creador de todo lo malo.

También aceptaban la reencarnación. Todo esto introdujo a Agustín en un vacío, que terminó en su conversión, gracias a los ruegos de su propia madre. En la Pascua del año 387, se hace bautizar por San Ambrosio de Milán. A partir de entonces vuelve a su tierra natal donde llevará una vida contemplativa. Elegido Obispo de Hipona, fue un pastor ejemplar que profundizó en el estudio de Platón y de los pensadores de la antigüedad. De esta forma combatió las herejías de su tiempo, siendo un baluarte de la Fe y la Tradición Cristiana.

Entre sus muchos escritos filosóficos y teológicos, destaca La Ciudad de Dios. San Agustín muere el año 430. En su Libro de las confesiones cuenta el itinerario de su conversión y su catecumenado y al hablar de su alejamiento de Dios dice de su madre Mónica: “Y tú siempre llorando y esperando que el Señor llegase a mí que estaba muerto para que, como al hijo de la viuda de Naín me dijese 'Muchacho a tí te lo digo: Levántate' ”.