El mensaje de Jon Uriarte que explica por qué deben volver los bares

El comunicador de COPE analiza la repercusión que supone que los bares continúen cerrados por la crisis sanitaria derivada del coronavirus

El mensaje de Jon Uriarte que explica por qué deben volver los bares

Jon Uriarte

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Pongamos que se llamaba Juan y tenía tres hijos. Tras una vida tirando a normal, sin grandes altibajos, le quedaba un suspiro para prejubilarse. Algo que temían todos sus vecinos. Si ya era un incordio entonces, con tiempo libre podía ser un infierno. En especial para el bar situado debajo de su casa. Daba igual que cumpliera la normativa. Si se pasaba unos segundos de la hora permitida llamaba a los municipales. Una vez exigió que midieran la terraza e insistió en que les multaran por tener cuatro centímetros más de lo dictado por el ayuntamiento. Durante años machacó al hostelero hasta que, harto, vendió el local y se largó a otro barrio.

Pero la vida te da sorpresas, que decía Pedro Navaja, y uno de los hijos del estricto vecino decidió abrir un restaurante. No resultó sencillo. La licencia le impedía colocar una barra y el chaval estaba abatido. Pero entonces apareció su padre. El que aborrecía tener un bar debajo de su casa. Y, lo que son las cosas, se plantó en el ayuntamiento, tiró de contactos, montó la marimorena y logró que su hijo abriera el negocio con una flamante barra. Pienso hoy en este hombre tras leer y escuchar a quienes critican el deseo que tenemos muchas personas por la reapertura de la hostelería. No hace falta que sea nuestro negocio para que nos afecte. Y aún menos de sed. Sino de algo más.

Dejaré la parte sociológica y antropológica para después. Como algunos solo entienden las cosas traducidas a euros, hablemos primero de ellos. Lo digo, por ejemplo, por esa carta enviada al director en el Diario Montañés y que de manera acertada ha publicado ese periódico. Porque pone sobre la mesa una realidad. Hay gente convencida de que sin bares se vive mejor. Abiertos les molestan.

Y en concreto el señor Fernando Arribas, que así se llama el lector, considera que tras sanitarios, farmacias, policías, bomberos y demás gremios que hoy pelean en primera fila, acepta que poco a poco se reactiven las tiendas de moda y confección, las mercerías y el resto de comercios. Salvo los bares. En su calle, según cuenta en la misiva, viven mucho mejor desde que esos malditos locales están cerrados. Y, por supuesto, los considera prescindibles. Es más, le indigna nuestro deseo de volver a ellos. Perfecto. Pues ya que le gusta escribir cartas, que pille millones de folios y otros tantos sobres. Y una vez plasmado en negro sobre blanco que desea cerrar todos esos antros, que mande las cartas a los millones de remitentes que al parecer no sabe que existen o no le importa. Personas que no solo quieren que se abran los bares. Los necesitan.

La hostelería está formada en España por más de 300 mil establecimientos, que dan trabajo a 1.7000.000 personas. Su volumen de venta es de 123.612 millones de euros. Lo que supone el 6,2 por ciento del PIB. Y si nos centramos en restaurantes, bares, cafeterías y pubs, esos tugurios que algunos desprecian, hablamos de 270.000 negocios que emplean a 1.300.000 personas y tienen una facturación cercana a 94 mil millones de euros, aportando el 4,7 por ciento al PIB. Copio tal cual los datos oficiales.

Por lo tanto deberemos sumarle las familias que hay detrás de esas 1.300.000 personas. Echen cuentas. Y ya que estamos pregunten, a todos esos comerciantes que al lector le parecen vitales, cuánto perderían y cuántos cerrarían si no hubiese bares. Y, por seguir con el tema, haga lo mismo con supermercados y tiendas de alimentación que viven, en gran parte, de la venta a restaurantes, cafeterías y bares. Pero además, como en este confinamiento tenemos tiempo, indague entre los sanitarios, policías, farmacéuticos o bomberos y pregúnteles dónde entablan sus relaciones, quedan con sus amistades o, simplemente, en qué lugar toman el café matinal antes de enfrentarse a una dura jornada. Porque, más allá del dinero, está el alma.

El señor de la carta ha tenido la valentía de poner su nombre. Pero hay más gente que piensa igual y lo hace desde el anonimato. Supongo que jamás entrarán en un bar. Lo contrario sería hipocresía. Pues bien, somos millones quienes sí lo hacemos. Y por eso contamos con amigos tasqueros que pueden acabar en la ruina. Gente, sea dicho de paso, que a algunos nos echaron un cable en los malos momentos o que nos dieron apoyo aquél día que amaneció oscuro en el sentimiento. De hecho, en esos bares que quieren ustedes ver cerrados, conocimos al amor de nuestra vida. Y mi madre, que cumplirá una edad en breve que si la descubro me mata, sigue quedando con sus amigas en un pub que les da la vida, más allá del medio cubata que piden y les dura toda la tarde. Porque es mucho más que alcohol, gente y ruido. Mi familia tuvo un bar-restaurante. Gracias a él conté con un techo, una educación y un plato en la mesa.

Y en él trabajé, junto a mi madre y hermano, cuando murió mi padre y no nos quedó otra. En ese lugar aprendí más de la vida que en los 35 años que llevo en el periodismo. Descubrí cómo hay que comer los espaguetis con un cónsul italiano, las primeras palabras en inglés con una vecina inglesa y a amar las películas con un viejo proyeccionista. Escuché a mucha gente interesante y a alguna prescindible. Pero eran seres humanos. Como usted y como yo. Hombres y mujeres que entendían el bar, ante todo, como un lugar social.

Conozco a grandes de la literatura, la música o la pintura que parieron e imaginaron sus obras en una taberna. Yo mismo escribo torpes guiones y artículos sentado en la mesa de un bar. Su atmósfera tiene algo que agita mis neuronas. Sea delante de una caña, un vino o un café. Por eso y por todo, querer que no vuelvan a levantar sus persianas me parece tan cruel como injusto. Hay lugares y gremios que jamás he frecuentado. Sin embargo les deseo lo mejor. Aunque sea por egoísmo. Parece mentira que a estas alturas tengamos que explicar que la economía es circular. Y que las pensiones, ayudas sociales, seguridad, sanidad o la educación pública no caen del aire. Todos somos necesarios. En otro tiempo me habría enfadado. Hoy siento pena. Por eso, a ese señor y a quien piense igual, les invito a compartir un rato en un bar. Cuando todo esto termine. Cuando vuelvan a subirse las persianas. Y quizá así comprendan que todo el mundo merece otra ronda.

Jon Uriarte

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