Montefurado, el túnel del oro
Cuentan los vecinos que, en algún lugar de esas montañas sigue habiendo grandes cantidades de oro esperando a ser descubiertas.
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Cuenta la historia que, en época de Trajano, los romanos descubrieron que en Montefurado, en el corazón de lo que Plinio llamaba “País del oro”, había un río, el Sil, que arrastraba toneladas de pepitas de oro que quedaban depositadas en el fondo y en las orillas, especialmente de uno de sus meandros.
Extraerlo, sobre todo si las aguas bajaban bravas, era muy laborioso, así que decidieron secar el río en esa parte y para ello hicieron un largo túnel bajo la montaña que les permitía desviar el cauce, secar todo el cauce natural y así, extraer más oro en menos tiempo y con menos esfuerzo. Cuando extraían todas las pepitas depositadas en el cauce seco, taponaban el túnel y el río volvía a su cauce natural y a depositar más oro en el mismo sitio; cuando creían que había bastante, abrían de nuevo el túnel y así, una y otra vez.
Según cuenta la historia, llegaron a extraer de ese modo unas 9.000 toneladas de oro cada año.
Aquel túnel que llegó a tener 120 metros, se hundió en su mayor parte y solo quedan unos 50 metros por los que fluye el grueso de las aguas del Sil, aunque pequeñas cantidades sigan buscando bajo tierra su viejo y reseco cauce natural.
Cuentan que, durante muchos siglos, las aureanas, mujeres muy humildes, recorrían la orilla esperando encontrar la gran pepita que las sacara de pobres. Dicen que todavía hoy, se pueden encontrar algunas pepitas que el agua sigue arrastrando, aunque los lugareños aseguran que son pocas y tan pequeñas que resultan meramente simbólicas.
Eso sí, cada verano, es frecuente ver a algunos aventureros que, además de disfrutar del entorno privilegiado de las riberas del Sil, recorren sus orillas, como las aureanas de antaño, batea en mano, buscando un golpe de suerte o, al menos, una pepita como testigo de que un día hace mucho tiempo en Montefurado, el Sil fue un río de oro.
La cueva de Juan Rana
La tradición popular asegura que en algún lugar bajo esa montaña se encuentra la cueva de Juan Rana. Cuenta la leyenda que en esa cueva se ocultaba un ser perverso que atemorizaba y robaba a los vecinos de la zona, hasta que, pensando que era una curiosa hogaza de pan, se comió la piedra calentada al rojo que le ofreció Juan, el vecino más ingenioso, consiguiendo así librarse de aquel ser malvado.
Pero, leyendas al margen, en este lugar perdido en el corazón de Galicia, unos montículos arcillosos de más de 10 metros de altura, nos recuerdan que no sólo el río era fuente del preciado metal sino que también la montaña ocultaba un enorme tesoro y que, por eso los romanos, utilizando la misma técnica que en las cercanas Médulas, técnica conocida como ruina montium, le practicaban galerías que después inundaban con enormes cantidades de agua que por la presión y el vapor que producía al calentarla a altas temperaturas, reventaba literalmente la montaña.
Tras el derrumbe, las pepitas que escondía en su interior, quedaban a cielo descubierto para ser recogidas. Impresionantes obras de ingeniería que, todavía hoy, tantos siglos después, sorprenden por su eficacia y perfección, mientras sobre ese paraje singular, se yergue la Iglesia de San Miguel, un templo que sorprende, no sólo por su belleza, sino también porque la oxidación de las partículas metálicas que contienen las piedras cabaleiras con las que fue construida, le confieren un aspecto oxidado que las convierte en algo único.
Cuentan los vecinos que, en algún lugar de esas montañas sigue habiendo grandes cantidades de oro esperando a ser descubiertas.