En la cumbre con Trump

Así es cubrir un evento internacional como el fracasado encuentro entre el presidente de EE.UU. y el dictador de Corea del Norte, Kim Jong-un

Trump y Kim en Hanói (Vietnam)

Pablo M. Díez

Publicado el - Actualizado

4 min lectura

Ni los más pesimistas nos esperábamos un fracaso tan estrepitoso en la cumbre entre Trump y Kim Jong-un en Vietnam. En el peor de los casos, lo mínimo que podía salir del encuentro era un acuerdo de paz que, oficialmente, pusiera fin a la guerra de Corea, que acabó en 1953 solo con un armisticio. Un logro histórico, pero menor, que en realidad no hubiera sido más que una declaración de intenciones y no habría cambiado sustancialmente las relaciones entre Estados Unidos y Corea del NorteLo más difícil de conseguir era, como se ha visto, un trato para desmantelar el reactor nuclear de Yongbyon a cambio del levantamiento de las sanciones internacionales que pesan sobre el régimen comunista de Pyongyang. Las discrepancias sobre el alcance de esa desnuclearización y la anulación total o parcial de las sanciones llevaron al siempre melodramático Trump a dar la “espantada” antes de acabar la cumbre y cuando Kim le estaba esperando para almorzar.

Con ambas partes culpándose del fracaso de la reunión, estas son las cosas que pueden ocurrir con el presidente estadounidense, un torbellino mediático que no puede pasar más de cinco minutos sin dar una sorpresa. Nos guste más o menos, lo que está claro que con él los periodistas nunca nos aburrimos.

Así lo hemos comprobado con el abrupto final de la cumbre, que a mí me pilló en la planta superior descubierta de un autobús de dos plantas mientras me dirigía a su rueda de prensa. Con más de 2.500 periodistas acreditados para cubrir la cumbre, era físicamente imposible que todos estuviéramos presentes no solo en las reuniones entre Trump y Kim, sino también en sus comparecencias públicas, emitidas en directo en las pantallas del centro de prensa. Con parte de las plazas reservadas para los periodistas acreditados por la Casa Blanca, que para esta cumbre cobraba 1.500 euros por la inclusión en tan selecto grupo, los demás asientos se rifan en cuanto se anuncia que están disponibles. Para optar a ellos, hay que estar atento a las notificaciones del centro de prensa y actuar con rapidez, además tener un poco de suerte.

Tras rellenar la solicitud a toda velocidad, pues las plazas se van adjudicando en el orden que se piden, fui incluido entre los 70 periodistas no acreditados por la Casa Blanca que se permitieron en la rueda de prensa de Trump. A bordo de tres autobuses, íbamos camino de su hotel, el JW Marriott de Hanói, cuando estalló la noticia bomba: el presidente estadounidense abandonaba la cumbre de improviso y se marchaba a su hotel, donde explicaría a los medios lo sucedido antes de tomar el Air Force One de vuelta a Washington.

De inmediato, todo cambiaba y había que avisar al programa de Herrera para que no emitiera la crónica grabada unos minutos antes, en la que contaba – como estaba previsto – que “a esta hora Trump y Kim Jong-un almuerzan juntos tras las primeras reuniones de su cumbre y antes de firmar una declaración conjunta”. Como siempre, la tecnología suele fallar en los momentos más inoportunos y se me cayó la cobertura de internet justo entonces. Sudando la gota gorda bajo la nublada humedad de Hanói, se me vino el mundo encima pensando que se iba a emitir esa crónica contando algo que no había ocurrido. Afortunadamente, el fallo en la cobertura de internet impidió que el correo electrónico llegara a mandar el archivo de voz con aquella maldita crónica fantasma, que me habría perseguido el resto de mi carrera.

En medio de la atmósfera eléctrica que genera la excitación del “breaking news”, pasaron más de tres horas desde que salimos del centro de prensa hasta que llegamos a la sala donde iba a comparecer Trump. Además del tráfico infernal de Hanói, que un coche de policía nos iba abriendo para que pasáramos entre el río de motos que fluye por sus calles, el motivo fue el estricto control de la seguridad. Mientras los perros del servicio secreto olfateaban las mochilas y cámaras, dejados sobre el asfalto a la entrada del Marriott, los reporteros esperábamos en una sala preguntándonos qué es lo que habría pasado para que se rompiera la cumbre. Curiosamente, estas medidas de seguridad son tan exhaustivas y lentas como las que sufrimos los periodistas cuando visitamos Pyongyang y acudimos a algún desfile o evento presidido por Kim Jong-un. Tampoco se diferencian mucho los gritos y empujones de los guardaespaldas del joven dictador, con quien nos cruzamos en el hotel Meliá donde se alojaba, con los ladridos de alguna malencarada asesora de prensa de la Casa Blanca, que nos chillaba histérica cada vez que nos acercábamos a la zona acotada para los periodistas que cubren a Trump.

Acribillado por los flashes de las cámaras, el presidente apareció junto al secretario de Estado, Mike Pompeo, para explicar por qué había fracasado la cumbre. O, al menos, su versión, ya que el ministro de Exteriores norcoreano, Ri Yong-ho, le desmintió horas después. En la cumbre con Trump, las “fake news” no son solo cosa de los periodistas.

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