Madrid - Publicado el - Actualizado
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El espectáculo ganador de la Gala Drag Queen del Carnaval de Las Palmas de Gran Canaria es más que una anécdota grosera. Es un síntoma elocuente de una enfermedad social que encuentra en la ofensa gratuita a los símbolos religiosos que han cimentado nuestra tradición una espita para evacuar su malestar y enmascarar su propio hastío. La procesión en la que aparecía un joven travestido de Virgen, que luego se quitaba la ropa y se transformaba en Jesús, fue jaleada por un no desdeñable grupo de espectadores, a pesar de tratarse de una actuación grotesca, de nulo valor artístico y nula creatividad. La blasfemia, por mucho que se banalice, sigue siendo un recurso detestable, también en el marco de una sociedad plural como la nuestra. El obispo de Canarias, Francisco Cases, ha comparado doloridamente este espectáculo insensato con la fe recia y sencilla de un pueblo que acompaña a las imágenes de Cristo y de su Madre, reconociendo en ellas el fundamento de una vida en común que acoge y respeta a todos, sea cual sea su identidad cultural y religiosa. Y al tiempo que ha pedido la protección jurídica de las convicciones religiosas, ha reconocido que quizás el testimonio de los cristianos no es hoy lo suficientemente vigoroso y coherente como sería necesario en la convivencia social. Ese es un reto en el que nadie nos puede sustituir.