¡El Señor resucitó! ¡Aleluya!
Mensaje del arzobispo de Burgos, don Fidel Herráez Vegas, para el domingo 12 de abril de 2020
Madrid - Publicado el
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En este día de Pascua, cuando culminan los días «santos» en los que hemos vivido interiormente el misterio central de la fe cristiana, quiero que os llegue, en primer lugar, mi cercanía y saludo pascual, con el deseo de que la esperanza y la paz del Señor Resucitado, estén en vuestros corazones, en vuestras familias y en vuestra vida. Sí: hoy la Iglesia renueva para nosotros el anuncio más importante y más hermoso: ¡Jesús ha resucitado! Y esta gozosa verdad fortalece y renueva nuestra alegría, nuestra fe y nuestra esperanza.
Hemos celebrado la Semana Santa de un modo diferente, como nunca hubiéramos podido imaginar; pero sé que no ha sido una Semana Santa indiferente, pues todo ello nos ha permitido descubrir aún mejor dimensiones profundas de nuestra experiencia cristiana a las que tal vez otras veces no habíamos prestado atención.
Recuerdo de modo especial a los cofrades, que adquirían un protagonismo tan especial acompañando a Jesús en su pasión, muerte y resurrección; estos días sin duda habrán podido detenerse de modo personal en las motivaciones que los empujaban a manifestar su fe procesionando por las calles. Y seguro que esta dura experiencia dará nuevo dinamismo a su compromiso cristiano como cofrades. Lo mismo puedo decir de nuestra comunidad cristiana. Hemos seguido algunos actos litúrgicos a través de medios diversos, desde el obligado confinamiento y, a veces, con situaciones personales o familiares de dolor, con angustia y con lágrimas. Todos hemos podido vivir de modo real lo que significa participar en los sufrimientos de Cristo. Hemos hecho nuestras las palabras de san Pablo: «Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24). Estoy seguro de que esta experiencia nos ha hecho más sensibles y nos ha abierto a la comunión con los sufrimientos de los demás.
En este contexto celebramos hoy la Pascua y proclamamos gozosos, como ha hecho la Iglesia desde su origen: ¡El Señor resucitó! ¡Aleluya! A algunos les puede sorprender que esta exclamación pueda surgir en medio del abatimiento y del desconsuelo. Quien sienta esa extrañeza no ha comprendido lo que es la fe cristiana. Porque nació de esa sorpresa: tras el aparente fracaso del calvario, los discípulos abatidos pudieron dirigir su invocación al Resucitado. Eso fue para los primeros cristianos el manantial de su alegría y de su esperanza.
Aquellos discípulos también se encontraban recluidos por el miedo y la frustración. Y a través de la historia podemos hacer memoria de situaciones duras y terribles en las que los cristianos han celebrado la Pascua: encarcelados y a la espera del martirio, en periodos de persecución, en épocas de peste y hasta en campos de concentración. En todas esas ocasiones la Pascua ha sido celebrada como acontecimiento de salvación, como el paso de la oscuridad de la noche a la luminosidad del amanecer: porque la muerte no es el final del camino, porque siempre hay una luz que rasga las tinieblas, porque la bondad no es destruida por el mal, porque la Vida es más fuerte que la muerte. Por eso, en presencia del Resucitado, seguimos proclamando: ¡Aleluya! ¡Este es el día en que actuó el Señor!
Esta celebración de la Pascua ha de purificar también nuestro sentido de la alegría y de la esperanza. Tendemos a confundirlas con manifestaciones externas o con la seguridad de nuestro bienestar. Pero la Pascua nos orienta a encontrarlas en la transfiguración de cada uno de nosotros: cuando descubrimos el sabor de la Vida que procede de Dios, cuando comprendemos que nuestra auténtica esperanza no se encuentra en los bienes perecederos, cuando confiamos nuestros muertos y todas las víctimas de la pandemia al Amor eterno y misericordioso de Dios. La experiencia de la Pascua no se produce de modo automático. Supone un camino, junto a Jesús, y una conversión, como en el caso de aquellos primeros discípulos que proclamaron: ¡El Señor resucitó! ¡Aleluya!
Hoy le decimos también a la Virgen dolorosa: ¡Alégrate, María! Pidámosle que nos conceda una espiritualidad pascual, para que de nuestra debilidad siga brotando una fe firme en que Jesús está en medio de nosotros y una generosa comunión con los que sufren, la cual irá siempre acompañada por la alegría y la esperanza.