'Crónicas perplejas': “Aún hoy, a mi edad, sigo llamando a mi madre cuando los días me dejan sin oxígeno y necesito una palabra suya para aliviar mi carga”
Habla Antonio Agredano de las madres y recuerda su niñez
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En esta sección de 'Herrera en COPE', Antonio Agredano mezcla lo “cotidiano y exótico” con una particular visión de las cosas de la vida capaz de equiparar con lo más sorprendente en sus 'Crónicas perplejas'.
Es difícil dejar de ser niño. Uno siempre tiene la tentación de refugiarse en aquellos años. En aquel tiempo de pedir cariño y atención, casi sin dar nada a cambio. En aquel tiempo de problemas diminutos y sueño profundo. Quizá ser niños es lo mejor que nos ha pasado en la vida. Ojalá acordarme de cada día. De cada olor. De cada descubrimiento.
Por eso no culpo a las madres que nos tuvieron en brazos y nos ven crecer y sienten como nos alejamos de aquellos pequeños, tan inocentes, tan sencillos, tan desconcertantes, que ellas criaron. Y echan de menos la ternura infantil y, casi sin quererlo, nos hablan aún como nos hablaban entonces.
Recuerdo el beso en la frente para saber si teníamos fiebre, que nos sorprendieran con nuestra receta favorita, acurrucarnos en su cama tras una pesadilla, pasear de la mano entre edificios que parecían enormes. Algún capricho en la juguetería. Compartir helado en las calurosas noches cordobesas. Muchas veces me abrazo a la memoria de esos días. Muchas veces busco consuelo en la niñez.
Luego crecemos y vienen los reproches, la adolescencia, los portazos, ocultar las borracheras, ponerse música a todo volumen y encerrarse en el cuarto. Crecer es enfriarse, crecer es separarnos, un poco, de nuestras madres. Sentir la familia de otra forma. Es ley de vida. No es un drama, es el paso del tiempo, es el camino hacia la vida adulta. Luego tenemos nuestros propios hijos y el ciclo sigue, con otros nombres, en otras casas, con idénticas rutinas.
Cuando abrazo a mis hijos, cuando les hago cosquillas en sus pies suaves, cuando les huelo el pelo, cuando les ayudo a lavarse la cara y las manos tras una buena merendola, pienso también en mi madre. Y en el niño que fui.
No quiero que crezcan, pero crecerán. Como yo crecí. Y serán diferentes los afectos. Pero aún hoy, a mi edad, sigo llamando a mi madre cuando los días me dejan sin oxígeno y necesito una palabra, solo una palabra suya, para aliviar mi carga.