Nace de la maravilla frente a la realidad

Hace pocos días escuché a una buena amiga decir que una verdadera educación religiosa es, en el fondo, la educación en el asombro y la maravilla de lo real. La religiosidad no nace del miedo, como repiten estúpidamente algunos orates de una modernidad ya envejecida, nace del atractivo de la realidad, del asombro lleno de gratitud y de esperanza frente a un mundo que reconocemos hecho para nuestro bien, nace de la percepción elemental de que la realidad no es absurda, de que contiene una promesa de bien, de verdad y de belleza. Como decía el poeta Eugenio Montale, la religiosidad nace de reconocer que todas las cosas llevan escrito “más allá”.

Un jovencísimo Karol Wojtyla contaba en los ejercicios espirituales que predicó a la Curia Romana por encargo de Pablo VI, en 1976, su diálogo con un profesor ateo que le decía: “no intente convencerme con razonamientos… pero reconozco que cuando miro el cielo y las montañas, siento que Él existe”. Esta semana he leído que un importante científico español se manifestaba “cautelosamente agnóstico”. Quizás esa cautela tenga que ver con que una razón verdaderamente abierta tiene que reconocer que todas las cosas llevan escrito “más allá”.

No es el miedo, ni la censura del gusto por la vida, lo que impulsa una verdadera experiencia religiosa. Aunque es verdad que algunos hombres y mujeres, y algunas instituciones supuestamente “religiosas”, han podido sembrar esa confusión. Por el contrario, la religiosidad es la afirmación del atractivo de la realidad, que nos embarca necesariamente en la aventura de buscar su significado. El filósofo Fabrice Hadjadj ha dicho recientemente que la cultura occidental no tiene en primer lugar un problema con la fe, sino con la realidad y con la razón. Empecemos por ahí.