Amó a la Iglesia sin peros ni fisuras
José Luis Restán reflexiona sobre San Pablo VI cuando se cumplen 60 años de su elección
Publicado el - Actualizado
2 min lectura
Ayer se cumplieron 60 años de la elección de Giovanni María Montini como Papa Pablo VI. Por eso he releído algunos de sus escritos, especialmente los del final de su vida, en los que impresiona la sencillez de su confesión de fe, su simpatía por el corazón del hombre y su búsqueda, el dolor por la confusión en aquellos años 70 y, sobre todo, su amor inquebrantable a la Iglesia. En la parte conclusiva de su extraordinaria “Meditación ante la muerte”, confiesa ese amor con una sencillez que desarma: "puedo decir que siempre la he amado... y que, para ella, no para otra cosa, me parece haber vivido. Pero quisiera que la Iglesia lo supiese". Fue esa experiencia profunda la que permitió al Papa Montini sostener una lucha constante para preservar el Depósito de la Fe, salvaguardar la unidad de la Iglesia y prepararla para una nueva misión, a través de un diálogo crítico y apasionado con un mundo que ya soltaba amarras de la gran Tradición cristiana que lo había forjado. En su última homilía, pronunciada el 29 de junio de 1978, confesaba que el propósito incansable de sus quince años de pontificado había sido no traicionar nunca "la santa verdad".
En aquel tiempo la Iglesia se veía lacerada por quienes impugnaban el Concilio por su supuesta ruptura con la Tradición, y por quienes pretendían convertirlo en una especie de refundación, quebrando la continuidad del único sujeto eclesial a lo largo de la historia. Muchos reclamaron entonces al Papa, de forma destemplada, intervenciones contundentes para afrontar la tempestad. Él, sin embargo, realizó con la profesión del “Credo del Pueblo de Dios” un gesto absolutamente propio de su ministerio de Sucesor de Pedro, y mostró así la raíz esencial de cualquier respuesta a las crisis que la Iglesia pueda atravesar: redescubrir la fe, revivirla de nuevo en toda su amplitud y profundidad, en cada circunstancia. Consciente de su inminente paso al Padre, quiso pedir la gracia de transformar su muerte “en un don de amor para la Iglesia”, a la que amó hasta el final sin peros ni fisuras