El legado del obispo Toni Vadell

En estas duras semanas que le toca vivir a la Iglesia en España se ha ido apagando la vida del joven obispo auxiliar de Barcelona Antoni Vadell. La muerte de alguien lleno de promesas siempre nos corta el aliento, y con nuestra mirada humana podemos preguntarnos cuánto habría podido dar Toni Vadell (así le llamaban sus amigos) a esta Iglesia necesitada de empuje, de alegría y de liderazgo evangélico. Ya conocemos la tentación de pensar que “el Señor siempre se lleva a los mejores”, y la propia Teresa de Jesús dijo aquello de “si tratas así a tus amigos, no me extraña que tengas tan pocos”. Pero el Señor ve más que nosotros, como bien sabía Teresa.

Pero también podemos mirar de otra manera. Podemos agradecer su testimonio límpido de una fe victoriosa incluso en medio del dolor, podemos aprender de su apertura sin prejuicios a todas las realidades vivas de la Iglesia, podemos valorar su modo de acompañar a las comunidades como buen pastor, su estilo de confesar la fe sin rubor ni altanería en un mundo y en un tiempo de los que, a pesar de tantas dificultades, nunca se sintió ajeno. Y bien mirado, todo esto es un milagro que debería conmovernos: el milagro de la gracia de Dios que sigue actuando, y el milagro de la libertad humana que se abre a esa gracia, provocando una humanidad que interroga a quienes la encuentran.

La fe debería sorprendernos y alegrarnos más de lo que nos irritan y escandalizan la mediocridad y la mentira. Hoy la Iglesia en España llora y reza por el obispo Vadell, pero también se alegra por el fruto que ha sido su vida en medio de nosotros. Ya muy enfermo, Toni explicaba con una sonrisa sin trampa que la vida no consiste en la suma de nuestros éxitos, sino en el amor de Dios que cambia la mente y el corazón. Ese es su legado, el gran tesoro que nos deja para el difícil camino de esta hora.