En medio de las tormentas, no dejan de florecer los santos

Hola Pilar. “Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente”, ha dicho el Papa Francisco: “en los padres que crían con amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo…”. Para la gran tradición cristiana el santo es, sencillamente, el hombre. El hombre pleno, que es distinto del hombre sin mancha. ¿Cómo nace y se sostiene esa vida, a la vez tan extraña y deseable, que es la de los santos? Francisco lo explica con sencillez. “Lo primero es pertenecer a Dios”, ya que sólo su gracia puede curarnos y cambiarnos a lo largo del camino. No hace falta desentenderse de las ocupaciones del mundo, observa, lo que hace falta es que la oración nazca de la propia vida, con sus afanes, esperanzas y fracasos.

Y esto sucede en un espacio histórico concreto: “en la Iglesia, santa y compuesta de pecadores, afirma Francisco, encontrarás todo lo que necesitas para crecer hacia la santidad”: la Palabra que nos abre los ojos y ensancha nuestra razón; los sacramentos que nos comunican la gracia que cura nuestras heridas; la vida de las comunidades, en la que podemos experimentar una amistad y una caridad impensables, y donde sentimos materialmente la cercanía de los testigos, que son los “santos de la puerta de al lado”.

La santidad es esa “múltiple belleza que procede del amor del Señor” y que alberga el cuerpo de la Iglesia. Por eso, como decía el teólogo Henri de Lubac, a través de todas las tormentas y los cambios de la historia, en ella no dejarán de florecer siempre los santos. Y por eso se mantiene en pie contra todos los cálculos.