Ojos claros llenos de lágrimas
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Ojos claros llenos de lágrimas
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Ayer el papa Francisco se dirigió a los peregrinos polacos que participaban en la Audiencia General con un elogio lleno de gratitud, porque los polacos “han sido los primeros en apoyar a Ucrania, abriendo sus fronteras, sus corazones y las puertas de sus casas a los ucranianos que huyen de la guerra". Y eso que la historia entre Polonia y Ucrania no está exenta de choques, lo cual demuestra que ni las personas ni los pueblos tienen por qué ser rehenes de su pasado.
Mi amigo Fernando de Haro, recién llegado de la frontera entre ambos países, desde donde nos ha contado estos días el drama de miles de refugiados, ha contado la extraña sensación que le embargó al llegar a Madrid y ver a la gente haciendo lo que llamamos “una vida normal”: ir al trabajo, pasear, llevar a los niños al colegio, ir a la compra… Todo eso que miles de ucranianos no pueden hacer desde el pasado jueves, porque tienen que dedicar toda su energía a protegerse de las bombas y a poner a salvo a sus familias. Y contaba Fernando su sobresalto al encontrarse aquí cerca con una señora que llevaba una maleta: tuvo que detenerse un instante para darse de cuenta de que esa mujer no escapaba de la guerra, simplemente se iba de viaje.
Decía también nuestro compañero que, a través de la mole de informaciones de estos días, tienen que abrirse paso los rostros de estas personas, esos ojos claros llenos de lágrimas por el desgarro que han sufrido y por la incertidumbre ante su futuro. En el corazón de la mejor tradición europea, moldeada, lo reconozcan algunos o no, por el cristianismo, hay una vibración imbatible ante la dignidad de cada persona: es la conciencia y el asombro ante un bien infinito que debemos proteger a toda costa. Quizás sea esta una oportunidad inesperada de que Europa recupere lo mejor de sí misma.