

"El pontificado del Papa argentino ha supuesto para la Iglesia un aldabonazo de periferia en el corazón mismo de Europa"
Escucha el monólogo de Jorge Bustos del lunes 21 de abril, día del fallecimiento del Papa Francisco a los 88 años
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Ha muerto Francisco, el primer Papa americano. El primer Papa jesuita. Y el primero que adoptó el nombre del revolucionario de Asís. La revolución de San Francisco en realidad ya la había hecho Jesús de Nazaret, y consistió en poner amor donde no hay amor para sacar amor. Nada más, y nada menos. Ese es el programa nuclear del evangelio, pero es un programa tan exigente que el homo sapiens lo abandona con facilidad. Y por eso de vez en cuando surge en la historia alguien que vuelve a recordarnos la lección de ayer, la de mañana, la de siempre.
Esta es en esencia la historia de Francisco: la de un pastor que vino de la periferia del mundo para señalar otra vez el centro mismo del mensaje cristiano. Dicen que a veces hay que viajar al sur para encontrar el norte, y a veces hay que viajar hasta la periferia para reencontrar el centro. El Papa Francisco, venido de Argentina, forjado en la experiencia pastoral de las villas miseria, ha muerto a los 88 años, en su puesto, trabajando: ni siquiera le dio tiempo a llegar al Hospital. Y así es como hay que morir: después de haber vaciado la vida en el servicio a una idea más poderosa que nosotros mismos. En este caso la idea -siempre vigente- de la caridad. De la paz. De la acogida. Del servicio a aquellos a los que nadie quiere servir.
Todo el mundo tiene una opinión sobre el legado del Papa, y tiene otra igual de tajante sobre el rumbo que ahora debe tomar la Iglesia católica, pertenezca o no a ella. Y no es malo que sea así, porque ese interés implica reconocer la capacidad real de influencia que conserva el Vaticano. Ahora proliferarán las quinielas de los vaticanistas sobrevenidos, y se abrirá la veda de las tertulias de papables, que reparten etiquetas de conservador o de progresista como si estuviéramos cubriendo la investidura de un alcalde. O de un presidente. Pero por mucho que se empeñen los tertulianos la Iglesia no funciona como un partido político: por eso, a la hora de hacer valoraciones conviene ser humilde, porque hablamos de una institución que funda su autoridad moral sobre un magisterio vivo de 2.000 años. Ningún imperio ha durado dos milenios.
Y, sin embargo, no imaginamos una figura más opuesta a la pompa imperial que Jorge Mario Bergoglio. Ahora están de moda los hombres fuertes, los políticos con vocación de autócratas o con nostalgia del imperialismo, incluso hay cristianos que presumen de serlo para no tener que predicar con el ejemplo. Ya es curioso que el último encuentro del Papa fuera con el vicepresidente de Estados Unidos, Jay D. Vance, que se convirtió al catolicismo hace seis años. El Papa lo recibió y lo escuchó, pero hizo saber que el trato que la Administración Trump dispensa a los inmigrantes le causa dolor, porque no es precisamente un trato muy cristiano. El poder rara vez lo es. Por eso el mundo del poder necesita un contrapeso moral que denuncie sus abusos, y ese papel lo ha ejercido Francisco hasta el final. Y los pésames de todos los líderes del mundo, con mayor o menor sinceridad, vienen a reconocer de algún modo la necesidad de esa referencia ética.
El pontificado del Papa argentino ha supuesto para la Iglesia un aldabonazo de periferia en el corazón mismo de Europa. Una Europa que hunde sus raíces en el cristianismo, pero que hoy parece girar confusamente sobre sí misma, sin encontrarse, agitada por el miedo al futuro, necesitada de liderazgo. Europa encara desafíos de ayer, como la guerra, pero sin los valores morales de ayer. Los valores del humanismo cristiano.
Ahora habrá un funeral, habrá un cónclave. La Iglesia seguirá el plan establecido desde hace siglos. Y cuando todo termine y veamos el humo blanco salir otra vez de la chimenea de la Sixtina, sentiremos alivio. Porque en mitad del caos y de la confusión de nuestro mundo, es bueno que vuelva a oírse pronto una voz clara, una voz que no responda a intereses cortoplacistas y puramente materiales. Una voz que recuerde la bienaventuranza prometida a los hombres y las mujeres de buena voluntad".