Carta del obispo de Segovia: «Se apareció de esta manera»

En este 3º domingo de Pascua, César Franco nos recuerda que «la resurrección no aleja a Cristo de los suyos, sino que establece una relación más estrecha que la de su vida terrena»

cesarfrancomartinez

Redacción digital

Madrid - Publicado el

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Los cuatro Evangelios terminan con relatos de apariciones de Jesús a los suyos. Aunque no narran el hecho de la resurrección, las apariciones confirman que Jesús ha vencido la muerte. Está vivo y se manifiesta a los suyos. Con frecuencia, sin embargo, la idea que se tiene de la resurrección es la de un alejamiento de los suyos en un mundo que no tiene relación con el nuestro. Nada más ajeno a la realidad. Al despedirse de los suyos, Jesús les dice: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 20). Ya el hecho de que diga «yo estoy», en presente, es significativo. La resurrección no aleja a Cristo de los suyos, sino que establece una relación más estrecha que la de su vida terrena. Así lo indica el final de Marcos: «Ellos se fueron a predicar por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban» (Mc 16,20). Jesús, no solo está con los suyos, sino que coopera en su trabajo.

Esta relación de Cristo con su Iglesia es descrita de modo magistral en el Evangelio de este domingo. Se trata de la última aparición de Jesús en el Evangelio de Juan. Al aparecerse en Jerusalén, Jesús había pedido a los discípulos que fueran a Galilea para verlo. Juan describe este encuentro en Galilea, junto al lago de Tibieríades, donde Jesús había llamado a los primeros discípulos. Los siete apóstoles que estaban allí son sorprendidos por un visitante que les pide pescado para comer. Al responderle que no han pescado nada durante la noche, el visitante les dice que echen la red a la derecha y encontrarán, como así fue. Juan reconoce entonces que se trata de Jesús y Pedro se tira al mar para llegar el primero a la orilla. Los demás llegan a la orilla con una red llena de peces. Concretamente, ciento cincuenta y tres. Pero, cuando llegan a la orilla, ven unas brasas encendidas y sobre ellas un pez y pan. Se trata, sin duda, de una evocación de la Eucaristía; por ello, nadie pregunta a Jesús quién es, porque sabían que era él.

Con este relato tan elocuente, Jesús ha retornado a Galilea, que es como decir que la historia allí empezada continúa también allí. No ha salido de la vida de los suyos, ni de su trabajo ordinario, la pesca. Al hacer el milagro, evoca el que ya hizo cuando llamó a Pedro también después de otra pesca milagrosa. Y Pedro, al arrastrar la red llena de peces hacia la orilla, está cumpliendo su misión: llevar la iglesia, simbolizada en la red, hacia Cristo, su cabeza. Hasta el número de peces —ciento cincuenta y tres— significa la totalidad de los pueblos que creerán en Jesús. Todos caben en la red sin que esta se rompa, porque la iglesia, a pesar de los cismas, es una unidad indestructible. Todo cuadra, por tanto, en la vida de Jesús y en la de la Iglesia. Jesús encomienda su Iglesia a Pedro, pero no desparece de ella, sino que sigue presente haciendo la eucaristía y caminando por delante de los suyos. Así lo sugiere claramente el final del relato. Después de haber examinado a Pedro tres veces sobre el amor, Jesús le dice la palabra clave: Sígueme. Y en pos de Jesús, avanza Pedro seguido por Juan. Hermosa escena en la que, con Cristo a la cabeza, Pedro y Juan siguen sus huellas ante un horizonte abierto, donde, a diferencia de otras apariciones, como la de Emaús, no se dice que Jesús desaparezca. ¡Cómo va a desaparecer si es la cabeza de la Iglesia! Resucitar no significa abandonar este mundo, sino reconducirlo hacia la plenitud. No es difícil imaginar la escena: Jesús camina delante, hacia la plenitud de la historia futura. Detrás van los apóstoles, con la conciencia clara de que Él vive, no ha desaparecido ni lo hará nunca. Está presente.

+ César Franco

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