Carta del obispo de Segovia: «Como estrenando cuerpo»

Con motivo de la próxima festividad de la Ascensión, César Franco nos recuerda que «esta vuelta de Jesús a su Padre tiene una trascendencia que pasa a menudo desapercibida»

cesarfrancomartinez

Redacción digital

Madrid - Publicado el

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La vida de Jesús ha sido comparada con un viaje. Un viaje desde el Padre a los hombres, de la eternidad al tiempo. Esto es lo que sucedió en la Encarnación, cuando el Hijo de Dios acampó entre nosotros. Y un viaje de retorno, una vez resucitado, que Jesús describe como «me voy al Padre». Se cierra así su ciclo en la historia de la humanidad. A este retorno se le llama «Ascensión». El evangelista historiador, llamado Lucas, dice al comienzo de su segunda obra, Los Hechos de los Apóstoles, que Jesús se presentó a sus apóstoles «después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios» (Hch 1,3). Este tiempo de apariciones se clausura con la Ascensión, que describe de esta manera sobria: «A la vista de ellos, fue elevado al cielo, hasta que una nueve se lo quitó de la vista» (Hch 1,9). En su Evangelio, lo narra de manera parecida. Después de haber comido con ellos, Jesús «los sacó cerca de Betania y, levantado sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría» (Lc 24,50-52).

El retorno de Jesús al Padre es descrito de una manera simbólica como ascensión a los cielos. Esta fórmula, sin embargo, no significa que Jesús asciende al cielo que vemos. En la mentalidad judía la morada de Dios es presentada por «los cielos», que representa adecuadamente el mundo que está más allá de lo que vemos y trasciende, como es obvio, el límite de los creado. Jesús retorna al Padre, que es su morada definitiva. Vuelve al origen del que vino, al seno del Padre. Como hemos dicho, Jesús cierra así su ciclo iniciado en la encarnación.

Esta vuelta de Jesús a su Padre tiene una trascendencia que pasa a menudo desapercibida. El que ahora asciende a los cielos es el Hijo de Dios encarnado, crucificado y resucitado. Dicho de otra manera: asciende con la realidad de su carne, que es la nuestra. El Hijo de Dios, que durante toda la eternidad hasta la encarnación no poseía carne humana, asciende ahora con su propio cuerpo. Ante el asombro de los ángeles, como dice la Escritura, asciende hecho hombre con una carne glorificada en la que pueden contemplarse las huellas de su pasión. En el seno de la Trinidad ha sucedido un cambio trascendente en Dios y en los hombres. En Dios, porque el Hijo tiene la forma del hombre que asumió en la encarnación, mostrándose así como uno de nosotros, aunque glorificado. En nosotros, porque, al asumir nuestra carne, podemos decir con san Pablo que, en cierto sentido, nuestra carne ha ascendido con él y estamos unidos a él en la gloria eterna. Así lo han descrito admirables pintores y escultores, cuando, al representar la Trinidad, muestran a Cristo en su realidad carnal, con las llagas visibles en sus manos, pies y costado, e incluso abrazado a la cruz como signo de su pasión. Al contemplar al Verbo en la gloria del Padre, con un cuerpo semejante al nuestro, entendemos más fácilmente que ese es nuestro destino: ascender, subir, elevarnos —primero solo en alma y, al final, con el cuerpo— hasta el seno del Padre para alojarnos en la morada que nos ha preparado junto al que nos ha redimido, no de cualquier manera, sino asumiendo nuestra naturaleza mortal, que ha sido trasformada mediante la resurrección de la carne. Al contemplar a Cristo ya en su gloria, podemos decir con el poeta Daniel Cotta: «Y ya nos parecemos más a Dios, /luego el día se acerca, /el día que esperamos y que asusta, /el día en que podamos salir de la materia/y veamos la luz/ y respiremos fuera/como estrenando cuerpo/ y Dios nos tenga en brazos y nos meza/».

+ César Franco

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