Carta del obispo de Segovia: «El Dios que se hace huésped»
César Franco lamenta «la falta de interioridad» y «la prioridad que se da a lo inmediato» hoy en día, lo que hace que no reconozcamos que «Dios nos visita con frecuencia»
Publicado el
3 min lectura
La liturgia de este domingo nos presenta dos escenas de hospitalidad, tan característica del pueblo judío y, en general, de la cultura semita. Abraham acoge en su tienda de nómada a tres hombres que, según el texto bíblico, son imagen del Dios que se aparece al patriarca. La tradición ha visto en ellos un símbolo de la Trinidad, representada bajo la figura de tres ángeles sentados en torno a una mesa. Abraham les prepara un banquete y ellos, en correspondencia, le prometen que su anciana mujer dará a luz un hijo al cabo de un año, que será el hijo de la promesa, Isaac.
En el Evangelio, Jesús es recibido en casa de dos hermanas Marta y María, hermanas de Lázaro, que también le obsequian con un banquete. Durante su preparación, Marta se queja a Jesús de que su hermana no le ayuda en la preparación de la mesa, pues María, sentada a los pies del Maestro, prefiere escuchar su palabra. Ante su queja, Jesús le dice: «Marta, Marta, andas inquieta y preocupada por muchas cosas; solo una es necesaria. María, pues, ha escogido la mejor parte».
Estos dos relatos no son estrictamente paralelos pero su afinidad temática es clara. La visita de Dios y de su Hijo es el dato fundamental de las narraciones. En uno y otro caso, Dios entra en la vida de los hombres como un peregrino que es acogido con generosa hospitalidad. En el caso de Abraham, Dios bendice la acogida con el milagroso nacimiento del hijo de una anciana madre. De hecho, Sara, mujer de Abraham, que escucha detrás de la cortina de la entrada a la tienda el anuncio de su maternidad, se ríe y provoca una simpática escena que tiene por objeto la risa de Sara. En el caso de Jesús, este defiende a María porque ha escogido la mejor parte de su visita: escuchar sus palabras como un discípulo hace a los pies del maestro. Según Jesús, no solo es la mejor parte, sino lo único necesario.
La entrada de Dios en la vida de los hombres es siempre sorprendente. Su visita es fuente de gracia abundante, que no todos los destinatarios aprecian de igual modo. Sara no da crédito a la promesa de su futura maternidad. Marta, afanada en preparar la mesa, se queja de que su hermana no le presta ayuda porque esta reconoce que la palabra de Jesús es mejor que el alimento cotidiano. De esta escena se han sacado lecciones sobre la vida contemplativa y la activa, pero es más sencillo el mensaje que da Jesús: El hombre debe discernir qué es lo necesario para vivir y cuál es la mejor parte de lo que Dios ofrece.
Abraham y María han entendido qué significa la visita de Dios. De hecho, ambos son personajes que personifican actitudes religiosas, que podrían calificarse como disponibilidad obediente. Desde su salida de Ur de Caldea, Abraham obedeció a Dios con total sumisión. María es presentada en el Evangelio como discípula fiel que acoge sus palabras a ejemplo de tantos otros personajes bíblicos.
Estas actitudes escasean en los hombres de hoy. La falta de interioridad, la prioridad dada a lo inmediato y efímero, como ha señalado el Papa Francisco, nos incapacita en gran medida para reconocer que Dios nos visita con frecuencia y quiere hospedarse en nuestra morada interior. Pero nos halla escépticos como Sara o arrastrados, como Marta, por el vértigo de la vida ordinaria que nos trae y lleva sin sosiego para discernir lo único necesario y la mejor parte de la vida. Dios se ha convertido en el visitante desapercibido que no suscita interés porque sin duda esperamos algo espectacular más allá de lo cotidiano. En realidad, aunque todos deseemos que Dios sea cercano a nuestra vida y necesidades, cuando pasa a nuestro lado, nos parece poco divino que se muestre como huésped.
+ César Franco
Obispo de Segovia