Carta del obispo de Segovia: «Negociar con Dios»

César Franco reflexiona sobre el Evangelio de este domingo y nos recuerda en su carta que «Dios es soberano y no se deja enredar por el hombre»

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Redacción Religión

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La relación del hombre con Dios puede contaminarse con los mismos vicios de las relaciones humanas: manipulación, chantaje, dominio, seducción. La gran diferencia es que, en estos intentos, el hombre siempre lleva las de perder. Dios es soberano y no se deja enredar por el hombre, y el hombre que lo intenta es un necio si piensa que puede manejar a Dios a su arbitrio. Cuantas veces nuestra oración se orienta en estos términos: Señor, si me das esto, te prometo que…; si me concedes tal cosa, aumentaré mis limosnas…

Como Dios conoce bien al hombre, en ocasiones se digna rebajarse a nuestros esquemas y acepta negociar, pero siempre —claro está— manteniendo las distancias y señalando al hombre los límites que no debe traspasar. El hombre profundamente religioso lo sabe y, si negocia algo con Dios, siempre se sitúa en su nivel de criatura e, incluso, de amigo que no se atreve a compadrear con él como si fueran colegas. Esto es lo que refiere el magnífico texto del Génesis que se lee hoy como primera lectura. Cuando Dios se dispone a destruir Sodoma y Gomorra, Abraham intercede ante él como si fuera un tratante de mercado que con gran sentido del negocio rebaja poco a poco las exigencias de un precio que parece excesivo. Con profundo respeto y sumisión, Abraham litiga con Dios para que, en el caso de que se hallen cincuenta justos, no destruya a las ciudades. Al ver que Dios se aviene a negociar, Abraham rebaja el número de justos a 45, 40, 30 y 20, para finalmente dejarlos en 10. Y consigue de Dios esta sentencia: “En atención a los diez no la destruiré”. Sabemos por el texto bíblico que no se encontraron diez, y Dios destruyó las ciudades, pero este diálogo con Dios ha pasado a la historia como un modelo de la intercesión y de la condescendencia divina ante la súplica de un hombre justo y religioso.

Con frecuencia, los creyentes nos enfadamos con Dios porque no atiende a nuestras plegarias. Quizás pedimos con imposición; o con poca reverencia; posiblemente pedimos lo que no conviene; o, en ocasiones, nos falta perseverancia en la súplica, que no le faltó a Abraham. Sobre esta perseverancia, que puede resultar inoportuna, trata la parábola de Jesús, que complementa el texto del Génesis al que nos hemos referido. En ella, Jesús cuenta una breve historia de un hombre que, deseoso de ayudar a su amigo que le pide algo para comer, acude a otro a medianoche para que le preste tres panes. A esas horas de la noche, la petición resulta inoportuna y, desde su habitación, el importunado le dice que no le moleste. Pero el que pide, insiste. Y Jesús saca esta conclusión: «Os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por su importunidad se levantará y le dará cuanto necesite» (Lc 11,8). Se trata, por tanto, de importunar a Dios.

No saquemos, sin embargo, la conclusión de que Jesús atribuye a su Padre un comportamiento meramente humano, condicionando su amor a la circunstancia de una molestia. No es así. Si seguimos leyendo el texto del Evangelio, Jesús deja claro que su Padre actúa con motivaciones que trascienden las de la pura conveniencia personal o, para seguir con el argumento inicial, las de un simple negocio humano: para que no me siga molestando le daré lo que pide. Dios es Dios y siempre es trascendente. Para explicarlo, alude al comportamiento de un padre humano que nunca dará a su hijo una piedra si le pide pan o un escorpión si le pide un huevo. Por eso añade: «Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden?». Debemos importunar a Dios, negociar con él, sin olvidar que, al final, su condescendencia brota de su amor único e infinito.

+ César Franco

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