Desde hace 350 años... "la vida es sueño"
El 23 de junio de 1673 Calderón de la Barca estrenaba este auto sacramental. El director de la Comisión Episcopal para el clero, Juan Carlos Mateos, profundiza en esta efeméride
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El 23 de junio de 1673, hoy hace justo trescientos cincuenta años, Calderón de la Barca estrenaba el auto sacramental La vida es sueño. La compañía teatral, pagada por el entonces ayuntamiento de Madrid, costeó las tres representaciones que a lo largo del día hicieron en tres plazas señeras de la capital: La plaza Mayor, la de la Villa y la actual plaza de la Armería.
A todos nosotros, La vida es sueño nos ‘suena’ a una comedia de enorme éxito que ha sido representada infinidad de veces a lo largo de estos más de trescientos años. Pero los estudiosos nos explican que Calderón, en la segunda parte de su vida, siempre estuvo algo ‘obsesionado’ por reescribir su obra, una tendencia que se acentúa más si cabe después de su ordenación sacerdotal (1650). Esto le llevó a convertir las comedias en autos sacramentales, como es el caso de La vida es sueño, a la que “transformó” en auto en dos ocasiones, la primera entre los años 1636-1638, y la segunda en 1673, puesta en escena en el día del Corpus, 23 de junio, en Madrid.
Un poco de historia...
Con la llegada del Renacimiento, el teatro se seculariza y las representaciones teatrales pasan de las iglesias a los palacios; sin embargo, siguen siendo todavía eclesiásticos muchos de los autores: fueron sacerdotes Juan del Encina, Lucas Fernández, Sánchez de Badajoz, Torres Naharro… Pero, bien entrado el siglo XVI, el cambio es radical; son seglares los que siguen la imitación de la comedia italiana: Lope de Rueda, Timoneda y Alonso de Vega, y los imitadores de la tragedia clásica: Rey de Artieda, Virués, Lasso de la Vega, Leonardo de Argensola y Cervantes.
En el Siglo de Oro el predominio de los eclesiásticos es manifiesto por la calidad y por el número: pertenecieron al clero los dos máximos dramaturgos Lope y Calderón, y en torno suyo se agrupan los dos grandes ciclos de autores dramáticos del XVII.
En este momento, las relaciones entre el teatro y la Iglesia adquieren singular importancia por la extraordinaria aportación de los hombres de Iglesia a la producción dramática, por alcanzar los autos sacramentales —un subgénero que puede considerarse ‘propio’ de España— su culminación durante el XVII, y por ser éste el siglo de las enconadas controversias sobre la licitud moral del teatro, que se prolongan casi todo el siglo siguiente y tienen influjo decisivo en el proceso de la actividad teatral en ciudades y pueblos.
La jerarquía durante el XVII se mantiene al margen, siendo el siglo siguiente cuando los obispos intervienen con más decisión. Muy secundario es el papel que juega la Inquisición. Sin embargo, tiene una gran importancia el contraste de pareceres entre teólogos, predicadores y juristas.
La regulación de la vida teatral incumbe al Consejo Real de Castilla y el papel docente y educador es oficio propio de comediógrafos. La suprema autoridad sobre los teatros la tenía, por delegación real, el Consejo Supremo de Castilla, el cual nombraba de entre sus miembros un Protector de comedias, que juntamente con dos comisarios, regidores del ayuntamiento de Madrid, entendían en todo lo referente a la vida teatral. En provincias dependían de las audiencias, corregidores y alcaldes o justicias, según los lugares. Pertenecía al Consejo determinar el número de compañías autorizadas para representar -no pasó nunca de doce- y el reconocimiento legal de sus autores y de los componentes de las compañías por ellos formadas; era también incumbencia del Consejo la censura previa de las representaciones. Se da un verdadero «monopolio teatral», ejercido por el Estado.
Los comediantes son objeto de múltiples censuras por parte del Consejo, que tratan de moderar su actuación en las tablas y de corregir sus costumbres. Finalmente, el público, con sus gustos y preferencias, es quien encauza la producción dramática. A su fe profunda y a su afición por las representaciones devotas se debe, principalmente, el auge del teatro religioso del siglo XVII. De todos modos, la relación entre el teatro y la Iglesia ya dista mucho de aquella estrecha dependencia que de ella tuvo el teatro primitivo de los misterios y moralidades. Cuando años más tarde, secularizado ya el teatro, los representantes forman agrupaciones, hasta formar compañías, éstas no tienen dependencia alguna de la Iglesia.
Algunos nombres relevantes
Como acabamos de indicar, podemos agrupar los autores de este periodo en dos ciclos: los pertenecientes a la escuela de Lope de Vega y los de Calderón de la Barca.
En el de Lope de Vega figuran nombres como Mira de Amescua, arcediano de Guadix; los dos mercedarios Fr. Gabriel Téllez (Tirso de Molina) y Fr. Alonso Remón; el maestro Valdivieso, capellán mozárabe de Toledo…
El ciclo de Calderón, aunque no tenga ninguno de la talla de Tirso, cuenta con una lista de afamados dramaturgos, encabezada por Agustín de Moreto, el entremesista Quiñones de Benavente, Avellaneda de las Cuevas, canónigo de Osma; Antonio de Solís, el historiador de Méjico; Ambrosio de los Reyes Arce, Gómez Tejada de los Reyes, el Dr. Cristóbal Lozano, más conocido como novelista; y Francisco de Rojas.
A los comediógrafos pertenecientes al clero secular hay que añadir los religiosos, dado el florecimiento del teatro en los colegios de jesuitas; muchos fueron los que compusieron comedias, en gran parte anónimas. Entre las monjas, destaca la mejicana sor Juana Inés de la Cruz, sin olvidar a las dos portuguesas que escribieron en castellano: sor María do Ceo y sor Violante do Ceo.
Teniendo en cuenta que muchas de estas obras, si llegaron a imprimirse, salieron, casi todas, en ediciones sueltas (quedando buena parte de ellas solo manuscritas), se comprenderá cuántas se habrán perdido.
Sacerdotes y teatro
Por lo que respecta a su ordenación y al oficio que desempeñaban, es frecuente entre los comediógrafos ordenarse en edad madura (Lope, a los cincuenta y dos; Calderón, a los cincuenta; Solís, a los cincuenta y siete). Por lo general, no hallaron inconveniente en seguir escribiendo después de su ordenación. Conviene recordar las ‘limitaciones’ con que a partir de 1651 continuó escribiendo Calderón, o también Solís, que se negó a seguir escribiendo teatro para representar en “las tablas”, una vez ordenado; sin embargo, escribir comedias no se consideró indigno de su estado sacerdotal ni por los que lo hacían ni por la sociedad en que vivían. Canónigos fueron Tárrega, Mira y Avellaneda, y a las capellanías se acogieron otros muchos buscando un modus vivendi: Valdivielso fue capellán mozárabe de Toledo, de los arzobispos Sandoval y Rojas y del cardenal-infante D. Fernando de Austria; Calderón fue capellán de Reyes Nuevos, en Toledo; León Marchante, racionero de los Santos Justo y Pastor, en Alcalá; Francisco de Rojas, capellán menor del Hospital General de Madrid, y Gómez Tejada de los Reyes, de las Bernardas descalzas de Talavera.
Si los eclesiásticos no encontraron dificultades en sus superiores jerárquicos para dedicarse al teatro, tampoco las hallaron en la Inquisición, cuyas relaciones con el teatro fueron generalmente buenas. Lo confirma la circunstancia de que Lope fue familiar del Santo Oficio; Pérez de Montalbán y León Marchante, notarios; Sebastián Francisco de Medrano, comisario y revisor de comedias impresas, porque la censura de las representadas le tocaba al Consejo. Entre estos censores nombrados por el Consejo figura Avellaneda.
Igualmente, en las aprobaciones solicitadas del Ordinario no hubo tropiezos. Como prueba de esta favorable acogida se puede citar que en Madrid -donde se publicaron tantas comedias- el vicario de Madrid (dado que obispado no fue hasta el siglo XIX) encomendó muchas veces la censura a gente del oficio; por tanto, se hallan con frecuencia aprobaciones dadas por Valdivieso, Lope, Calderón, de Medrano, etc., junto a las de otros eclesiásticos conocidos como partidarios del teatro.
Pudiera pensarse que el florecimiento del teatro religioso en España fuera debido a este elevado número de poetas dramáticos procedentes del clero. Sin que neguemos la importancia de este factor, la causa principal hay que ponerla en la fe del pueblo. Al pueblo le agradaba ver en teatro temas religiosos. Y como quiera que los escritores de comedias salían de ese pueblo, de ahí se explica que las verdades de fe aparezcan de modo manifiesto en el teatro del Siglo de Oro.
Los autos sacramentales
Al comenzar el siglo XVII llevaban muchos años representándose autos en el día del Corpus, aunque aún no habían llegado a la perfección a que los elevó Calderón. Desde hacía tiempo, a no ser en alguna ciudad como Toledo, los autos dependían del municipio. En los pueblos pequeños solía ser una cofradía la que corría con la organización, representándose por algunos actores ‘aficionados’. Pero hacia 1560 son ya los cómicos ‘profesionales’ los que actuaban en los autos, y, aunque seguían componiéndolos sacerdotes y religiosos (por los años 1642-43 escriben los autos en Sevilla el carmelita Fr. Pedro Vargas y el racionero D. Juan Durán de Torres, poco o nada conocidos por su actividad teatral), comúnmente se encargan los autos a los poetas dramáticos más celebrados: Lope, Mira, Tirso, Montalbán, Valdivielso, Calderón, Rojas Zorrilla… De ahí se entiende que, literariamente, el auto tenga las características de la comedia lopesca o calderoniana.
En cuanto a la aparición y auge de los autos sacramentales en la segunda mitad del siglo XVI, algunos han querido ver en ello una manifestación de la lucha contra la herejía protestante: «el nacimiento de un teatro eucarístico destinado al Corpus nos parece que es no un hecho de contrarreforma, sino un hecho de reforma católica» (M. Bataillon). Se trata de una renovación del fervor eucarístico promovida eficazmente, a raíz de Trento, por prelados, cabildos y concilios provinciales, hecho que contó con el apoyo decidido del clero secular y religioso y con el entusiasmo popular.
En las definiciones de Lope y Calderón se distinguen con claridad las dos tendencias de los autos. Según Lope, son ‘comedias de historias divinas en alabanza del pan eucarístico, confusión de la herejía y gloria de la fe nuestra’. Para Calderón son ‘sermones puestos en verso, cuestiones de la sacra teología, en idea representable para su mejor comprensión’.
Lope y los de su ciclo cultivan los autos historiados, destacando en ellos lo lírico y amoroso con ecos de canciones populares. Los de Calderón y de quienes intentaron seguirle sobresalen por su perfecta arquitectura, la variedad y precisión de su pensamiento teológico y por la música cortesana, inspirada en la zarzuela, en boga en aquella hora.
«Los autos son traducción simbólica, en forma de drama, de un misterio de la teología dogmática, y deben calificarse de poesía teológica» (M. Pelayo). El uso del lenguaje de los signos —de la alegoría— hace posible la representación dramática de los dogmas. Este proceso de dramatización de los dogmas se comprenden varias ideas: «la caída de la gracia del hombre, su sujeción al pecado, la imposibilidad en que se ve de volver a gozar del amor divino mediante sus propios esfuerzos; la ineficacia, por tanto, del judaísmo, o de cualquier otra religión precristiana como medio de salvación; la encarnación, el sacrificio propiciatorio de Cristo…. para que se dramatice el dogma, pues, la humanidad, la gracia, Satanás, la culpa, el judaísmo, el paganismo y Dios mismo tienen que volverse personajes dramáticos» (M. Bataillon). En estas palabras queda bien expresado lo que es el esquema de un auto, y en su desarrollo se muestra particularmente el saber teológico de Calderón.
Calderón sabe aprovechar como nadie la densidad teológica del oficio del Corpus compuesto por Santo Tomas, el cual es uno de los personajes de El sacro Pamaso, y en sus labios pone la traducción íntegra del Pange lingua. Maravilloso su poder de amplificación de sentencias de los himnos sacros, como el Sola fides sufficit, del Pange lingua, o el Sed auditu solo tuto creditur, del Adoro te devote, en sus personificaciones de los cinco sentidos.
A lo largo de dos siglos, en tanta multitud de autos sacramentales, se admira la gran variedad de temas: la Escritura, la historia, la mitología, la leyenda, las comedias propias o ajenas, los acontecimientos del momento, suministran al dramaturgo materia para sus autos mediante la alegoría, la reflexión teológica o filosófica y la transposición a lo divino de sucesos profanos.
«No creo que en ningún sitio el proceso de divinización de obras profanas haya durado tanto tiempo, tenido tal desarrollo, alcanzando a tantos géneros distintos y ofrecido tantos matices como en España. Tantos matices: no se comprenderá bien el fenómeno y su amplitud si, además de la divinización de las obras..., no se atiende también a lo que podríamos llamar divinización de temas» (D. Alonso). Quizás esa divinización de temas no se dé en ninguna otra parte con tanta abundancia como en los autos. En ellos, la transposición se efectúa no sólo desde materias tan lejanas como la mitología —en lo cual Calderón insiste en una tendencia que vería de niño en las representaciones escolares del Imperial—, sino que el auto se convierte con frecuencia en una pieza de circunstancias de tiempo o lugar.
Lugares y escenarios
En lo que respecta al lugar donde se tenían las representaciones en el último tercio del siglo XVI, tomó el Consejo una importante decisión: entre 1565 y 1574 firmó un convenio con las cofradías de la Pasión y de la Soledad -éstas no eran gremiales, sino benéfico-sociales; las del gremio no se fundaron hasta 1631-, por el cual se comprometían al sostenimiento de dos hospitales, uno de mujeres y otro de niños expósitos, a condición de una especie de ‘monopolio’ sobre los locales donde se representen las comedias que se estrenen en Madrid. Viendo el Consejo las pingües ganancias que proporcionaban las comedias, determinó que participasen del beneficio los demás hospitales de la Corte. Cundió rápidamente el ejemplo por otras ciudades del reino, que construyeron corrales o patios de comedias con el mismo fin. En esta labor benéfica no tuvo intervención la Iglesia, puesto que los hospitales no dependían de ella, salvo fundaciones particulares de algunos prelados. Tal modo de proceder se ajustaba a la doctrina jurídica recibida en España: «Toca a la autoridad civil la tolerancia o prohibición de las comedias; en caso de discrepancia entre la civil tolerante y la eclesiástica prohibiente, se ha de estar por la civil, salvo si se tratase de algo ofensivo a la Iglesia y a las cosas sagradas».
Aun el mismo auto sacramental, que por su origen litúrgico se representaba en un principio en el templo, en las últimas décadas del XVI fue saliendo al exterior, del atrio a las plazas. Celebrábanse los autos al aire libre, el día del Corpus y durante la octava, y en días posteriores se representaban en los corrales. La suma de todos estos aspectos explica que decreciera de modo notable la intervención de la Iglesia. Los comediantes hacen sus contratos con los representantes de los municipios, a cuyo cargo corría principalmente la financiación de los autos.
Los municipios competían entre sí en el lujo y esplendor de las fiestas, subiendo la retribución a poetas y comediantes para atraerse los mejores. El contrato del Corpus era de capital importancia financiera para las compañías; suponía la exclusiva de representaciones desde Pascua -inicio del año teatral- hasta el Corpus, de los autos en ese día y durante la Octava en los pueblos circunvecinos, más las que se daban después en los corrales, siempre con gran concurso. «Podemos estar seguros de que ni Lope ni Calderón habrían escrito tantos autos sin la presión de los encargos anuales» (M. Bataillon). Esto es cierto, pero también lo es que, a esa presión del público, exigiendo cada año obras nuevas, contribuía ese mismo público con la aportación de sus entradas, acudiendo año tras año con igual entusiasmo a su espectáculo favorito. Es verdad que, en gran parte, los espectadores se sentían atraídos por el lujo del vestuario, por la suntuosidad de las apariencias, con las ‘fábricas de templos’, las naves, jardines, fuentes y aparadores; por lo complejo de las tramoyas y maquinarias... El atractivo es evidente. Con todo, no puede negarse la importancia del factor espiritual: la ferviente devoción popular a la Eucaristía y la aptitud para la inteligencia de aquellas complicadas representaciones alegóricas merced a la cultura religiosa de ese pueblo. Cultura adquirida en la catequesis y la predicación, a las que asistía asiduamente, y por la enseñanza teológica –asimilada precisamente por medio de los autos-.
Otros temas
Paralela al entusiasmo popular por los autos fue la afición a las comedias bíblicas y de santos de aquella sociedad española del siglo de Oro. Resplandece igualmente aquí la labor docente de la Iglesia. El origen, tal vez, haya que ponerlo en el teatro escolar jesuítico. Los jesuitas cambiaron la orientación profana del teatro universitario, que se inspiraba en temas del teatro grecorromano, por otra devota mediante la transposición a lo divino de los héroes de la mitología y de la historia y la exaltación de los santos del Antiguo y Nuevo Testamento. Luego, durante el XVII, la oposición protestante a su culto y las frecuentes canonizaciones de nuevos santos: Isidro, Teresa de Jesús, Pedro de Alcántara, Francisco de Borja, Pedro Nolasco, Ramón Nonato, Juan de Dios, Felipe Neri y otros -tan populares entonces como lo fue San Cayetano, fundador de los teatinos- mantuvieron vivo el culto de los santos, que tuvo su expresión artística más destacada en la plástica y en el teatro.
Fechas de las representaciones
El calendario teatral se acomodaba al litúrgico: No había comedias desde el miércoles de ceniza hasta el domingo de Quasimodo (el domingo in albis, el equivalente a nuestro segundo domingo de Pascua); este día comenzaba el año teatral; más tarde se adelantó a la primera semana de Pascua, con prohibición expresa de representar los días primeros de las tres Pascuas (Resurrección, Pentecostés y Navidad) y en los domingos de Adviento. Los corrales no se podían abrir antes de las doce, a fin de evitar que se perdiese la misa en domingo y días festivos por adelantarse el público a coger sitio. Se establece en los corrales una estricta separación entre hombres y mujeres, llegando en las ordenanzas a la más minuciosa reglamentación para hacerla efectiva.
Otras disposiciones eran de competencia de ambas autoridades, como el preceptuar sobre la asistencia de eclesiásticos y religiosos a las comedias y sobre las representaciones teatrales, realizadas por comediantes de oficio en las Iglesias y casas religiosas.
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Como podemos ver, mucha fecundidad ha nacido de la relación entre la Iglesia y el teatro, y que nos ha dejado obras tan señeras, con las que han disfrutado tantas generaciones como La vida es sueño, cuya efeméride queremos celebrar. Ojalá este acontecimiento sea una llamada a descubrir las oportunidades que todavía hoy tenemos a la hora de establecer un diálogo fecundo entre fe y cultura para llevar el mensaje, siempre nuevo, del evangelio de Jesucristo. Sería una muy buena colaboración a la Nueva Evangelización, que, como diría san Papa Juan Pablo II, es “nueva en su ardor, nueva en sus métodos, nueva en sus expresiones”.