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En estos días crece la expectativa ante varios nombramientos episcopales, se hacen quinielas, se discute sobre perfiles y se adjudican etiquetas. En este contexto me ha parecido iluminador el relato del nombramiento de Joseph Ratzinger como arzobispo de Múnich en la monumental biografía escrita por Peter Seewald. Ratzinger recibió la propuesta de Pablo VI como un mazazo. Había encontrado su propia visión teológica y se sentía llamado a ofrecer una aportación relevante en un momento de griterío y confusión. Y ahora esta llamada. Conocía mejor que nadie sus límites para la organización y la gestión del personal, su fatiga frente a la pelea que le esperaba. Sabía las divisiones que suscitaba su nombre. Aceptó viéndose como un “animal de carga”, lo mismo que había sentido su maestro San Agustín.
Impresiona la descripción del sentimiento que le acompañó en aquel momento, como si se tratara del final de sus sueños. Pero impresiona más aún la convicción que permanece cuarenta años más tarde: “lo que comenzó con la imposición de manos en la catedral de Múnich sigue siendo el ahora de mi vida”. Pero esa claridad de juicio no significa que todo fuese sencillo. Muchas veces se rebeló contra “todas esas minucias que le habían sido impuestas” y que sentía que le trababan a la hora de llevar a cabo la misión que reconocía como su vocación más profunda. En aquellos días experimentó acogida y rechazo, bienvenida y recelo. Un párroco le dijo en un mensaje que no estaba de acuerdo con todo lo que hacía y decía como obispo, pero que le gustaba como persona. Y le respondió de puño y letra que “no hay que estar de acuerdo con todo lo que hace el obispo, pero sí debe uno confrontarse con su enseñanza”, y añadía que “un obispo necesita ser querido como persona”.
Siempre abría espacio a quienes le mostraban con lealtad su discrepancia, diciéndoles que en la amplitud católica podrían entenderse. Veía la Iglesia como un organismo vivo en el que es esencial la paciencia de crecer y madurar. Advertía contra un cristianismo a gusto del consumidor, pero también contra la terca estrechez de quienes se consideran los únicos cristianos verdaderos. A todos les pedía no asumir las opiniones del momento sino anunciar con coraje la medicina del Evangelio.