Para que la Iglesia, el Pueblo de la Pascua, vaya siempre a Galilea ? editorial Ecclesia

Para que la Iglesia, el Pueblo de la Pascua, vaya siempre a Galilea – editorial Ecclesia

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

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Para que la Iglesia, el Pueblo de la Pascua, vaya siempre a Galilea ? editorial Ecclesia

Una de las características más sobresalientes de los relatos evangélicos sobre la Resurrección de Jesucristo es llamada a encontrar al Señor en Galilea, tierra donde acontecen asimismo buena parte de sus encuentros pascuales con los apóstoles y discípulos. ¿Qué quiere decirnos la Palabra de Dios a remitirnos, al enviarnos a Galilea? Galilea fue en la vida y ministerio de Jesús su principal escenario y epicentro, su ?podríamos decir coloquialmente- "campamento-base". Galilea es, de este modo, sinónimo de la vida de cada día, donde siempre se labra el rostro de la eternidad.

La Pascua es la vocación de la Iglesia. Somos ciudadanos del cielo, de un cielo y de una Pascua que solo se pueden ganar en la tierra. Somos herederos de la Pascua, de una Pascua a la que llega desde la cruz. Es preciso saber morir -no solo la muerte corporal y terrena, sino también tantas pequeñas muertes cotidianas al hombre viejo- para poder resucitar. Muriendo -sí- se resucita a la vida eterna. Cruz y Pascua son una misma realidad.

Tal es la grandeza de este misterio de amor que la Iglesia ahora, y durante cincuenta días, nos reitera la verdad esencial de nuestra fe: "¡Verdaderamente ha resucitado! ¡Aleluya!". Y lo podemos encontrar, de nuevo, en Galilea, en la Galilea, en el mar, más abierto que nunca, que son el mundo y la misión de la Iglesia, el Pueblo de la Pascua. De ahí, la necesidad de acudir a la escuela de la Pascua para ir a Galilea. Un camino que siempre requiere de, al menos, tres actitudes básicas mediante las cuales los cristianos hemos de llevar, siempre y también en 2017, la luz y la gracia transformadoras de la Pascua.

La primera de ellas es saber ver y juzgar con ojos y corazón nuevos. Ya les pasó a los apóstoles, ya les pasó a Pedro y a Juan, ya les pasó a los de Emaús, ya le pasó a Tomás. Y para ello apremia la escucha atenta, constante y orante de la Palabra de Dios. Hemos de regresar una y otra vez a la Biblia. Es la fuente, el sustrato y el nutrimento capital de nuestra fe y de nuestra vida. Los cristianos -particularmente los católicos- no podemos ser los grandes desconocedores y hasta prófugos de la Palabra de Dios, que es siempre viva y eficaz, actual, interpeladora, pensada para todos y cada uno de nosotros. La Palabra de Dios es la gran pedagoga, la gran educadora de nuestros ojos y de nuestro corazón. Es la gran maestra de la Pascua. Y con ella, obtendremos la mirada del corazón, que todo lo ve y lo hace nuevo.

En segundo lugar, ir a la escuela de la Pascua para ir a Galilea, purificada nuestra mirada y corazón, nos enseña a mirar "más arriba", a buscar las "cosas de allá arriba", donde está Cristo el Señor. Nuestro mundo y también los cristianos urgimos recuperar la trascendencia, la vida interior, la espiritualidad, la oración, la fidelidad y frecuencia sacramental. El cristianismo renovado, vigoroso, robustecido, confesante y apostólico que tanto necesitamos es aquel que, nutrido de la Palabra de Dios, se abre y se recicla continuamente en la oración y los sacramentos. A esta hora nuestra de secularismos y laicismos, la única respuesta válida es la que brota de una vida interior, de la plegaria, de la espiritualidad recia y encarnada.

En tercer lugar, ir a Galilea es convertirnos en apóstoles y testigos. Nadie da lo que no tiene. Solo transformados nosotros mismos, podremos ser levadura nueva de transformación para nuestra humanidad. Cristo Resucitado nos llama a ser sus testigos. "Nosotros somos sus testigos", repetían los apóstoles en aquellas horas y días de la gran Pascua.

La condición del testigo es solo la propia del discípulo. Del que está a la escucha y en la compañía del Maestro. Solo así el discípulo hallará y transmitirá en su vida y obras al Cristo total ?no a un Cristo a su gusto o medida-, y solo así el discípulo se convertirá en apóstol, en misionero, en testigo.

Nuestra Iglesia ha de ser, pues, más misionera y apostólica que nunca. Lo reclama el tesoro que llevamos dentro. Lo reclama la sed de Dios de un mundo huérfano de Dios que, en todo caso, ya solo cree y escucha a los testigos creíbles, cabales, convincentes, fidedignos y coherentes.

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