Cuadros de espiritualidad, Junio 2015, por la laica Araceli de Anca

Cuadros de espiritualidad, Junio 2015, por la laica Araceli de Anca

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

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Cuadros de espiritualidad, Junio 2015, por la laica Araceli de Anca

A quien vive de fe Cristo no le ocultará el sentir divino de su Presencia Eucarística.

No, no podrá la noche ocultar la luz, aunque sea la de una pequeña cerilla…

…ni el ladrón esconderse de su perseguidor cuando lo envuelven los haces luminosos de su linterna…

Pues si ni luz ni ladrón pueden pasar ocultos, ¿podrá alguien esconder el sol y su luz?

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Sin embargo, Jesucristo, Dios y Hombre, Fuente de toda luz, se oculta en la Sagrada Hostia, donde se halla realmente presente con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad: así de sencillo, así de grandioso.

¡Voluntad inescrutable de Dios! Cristo se oculta, Él y su esplendorosa Luz divina, cuando baja al Altar en la Consagración de la Santa Misa; y seguirá ocultando su Luz en la continuidad de su Presencia en las Especies eucarísticas que guardan los Sagrarios.

De otro modo, maravilla divina es que nuestra vida, llena de luz por la Gracia santificante se esconda "con Cristo en Dios", como dice san Pablo (Colosenses 3, 3).

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El canto eucarístico Adorote devote, compuesto por santo Tomás de Aquino, nos lleva a contemplar la Presencia real de Cristo en el Sagrario, no sin advertir que en esa Presencia real se oculta Dios que vive entre nosotros:

"En la cruz se escondía sólo la divinidad, pero aquí (en la Eucaristía) también se esconde la humanidad".

Y si atendemos al Antiguo Testamento, Isaías ya había dicho al Pueblo escogido: "¡Ciertamente contigo hay un Dios escondido!"

(Isaías 45, 15).

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El gran honor que recibe el alma cuando, por la Gracia santificante, se hace morada de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo (cfr. Juan 14, 23).

Narra san Lucas en su Evangelio que Jesús, en la Última Cena, deseó ardientemente comer con sus discípulos aquella Pascua en la que confeccionaría la Primera Eucaristía (cfr. Lucas 22, 15). Y así es cómo el Señor anticipó el Sacrificio de la Cruz, que se consumaría al día siguiente, primer Viernes Santo de la historia.

Ahora, tú y yo, contemplando este gran deseo del Señor, ¿deseamos también ardientemente corresponder al milagro Eucarístico, recibiendo a Cristo-Jesús en nuestro corazón?

Con gozo expresaremos nuestros deseos de recibirle mediante Comuniones espirituales, sea el encuentro inminente o dentro de unas horas: "Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre; con el espíritu y fervor de los Santos".

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Pues bien, cuando Jesús se retire del corazón fiel, a los pocos minutos de haberle recibido, dejará como "arras" al Espíritu Santo, que es Espíritu de Cristo (cfr. II Corintios 1, 22).

Y cuando recibimos a Jesús Sacramentado en nuestro corazón, ¿le atendemos como se merece?… con pena contestaremos que muchas veces, por culpa de nuestras distracciones, le dejamos solo, olvidado en un rincón de nuestra alma.

Jesús, entonces, pacientemente moverá nuestro corazón una y otra vez con aldabonazos de Amor, invitándonos a estar de nuevo con Él. "He aquí que estoy a la puerta y llamo -escuchamos que dice en el Apocalipsis-: si alguno escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo" (Apocalipsis 3, 20).

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Y porque Dios es uno, cuando Cristo viene a un alma por la Sagrada Comunión, también vienen con Él, el Padre y el Espíritu Santo.

Por lo mismo, cuando en el alma habita -por la Gracia santificante- el Espíritu divino, en ella se encontrarán también el Padre y el Hijo.

"Considera -dice san Juan Crisóstomo- cuán crecido honor te ha hecho, de qué mesa disfrutas. A quien los Ángeles ven con temblor y por el resplandor que despide no se atreven a mirar de frente, con Ése mismo nos alimentamos nosotros, con Él nos mezclamos y nos hacemos un mismo cuerpo y carne de Cristo" (Hom. sobre san Mateo, 82).

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La familia: célula insustituible de la sociedad.

Bendito el "invento" divino de la familia, porque "La familia es la única comunidad en la que todo hombre es amado por sí mismo, por lo que es y no por lo que tiene", como dijo san Juan Pablo II en España

(Homilía Misa para las familias Madrid, 2-XI-1982).

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Mas porque amar siempre cuesta, y a veces también en la convivencia familiar aunque nos llenemos de sentido cristiano, vale la pena la familia porque es la primera escuela de amor para todo hombre y de virtudes, donde se fortalece gracias a los sacrificios que con toda naturalidad hacen los unos por los otros. Cargas son, aunque éstas sean dulces cargas (cfr. Enc. Laborem excercens cap. II-P.10).

Y en el marco de la familia se desarrolla un verdadero trabajo profesional para el mantenimiento económico de la familia:

– el cuidado y las tareas del hogar

– atender a los hijos que se traen al mundo y educarlos

– y el cuidado de un enfermo y de nuestros mayores.

Trabajos que serán divinos, si se hacen, hasta lo más pequeño, por Amor de Dios.

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Volvemos a escuchar a san Juan Pablo II, ahora para ensalzar el valor de la maternidad:

"El corazón de la madre es siempre el corazón del hogar.

Y cuando él, el padre, el marido esté ausente, entonces el corazón de la madre es por así decir, casi el hogar entero".

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La Fe y la Verdad.

Inteligente fue quien dijo que la Fe católica no es que sea verdadera porque es útil y buena para la sociedad, sino que es útil y buena porque es verdadera.

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Y porque la Iglesia es experta en humanidad, depositaria de la Fe verdadera, consideramos que lo que propone es bueno y útil para el ser humano, como por ejemplo lo que dice san Juan Pablo II, el Vicecristo, Dulce Cristo en la tierra, como le llamaba santa Catalina de Siena: "Es necesario convencerse de la prioridad de la ética sobre la técnica, de la primacía de la persona sobre las cosas, de la superioridad del espíritu sobre la materia" (Enc. Redemptor hominis, nº 16).

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Jesús con su autoridad divina, categóricamente, le dice a Pilato algo que descalificará para siempre la tentación de querer relativizar la verdad:

"Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad escucha mi voz"

(Juan 18, 37).

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Para Vivir, Morir.

¿Verdad que espanta el sólo imaginar la agonía de un estar muriendo continuamente sin acabar jamás de morir? En efecto, espanta. Pues quien voluntariamente no quiera morir en esta vida al pecado habrá de permanecer muriendo para siempre en la Eternidad, que por eso se llama muerte eterna al infierno: así de espantoso será.

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Sacrificarse, mortificarse en lucha ascética, para arrancar todo lo que nos aparta de Cristo: envidias, amor propio, dureza de corazón, avaricia, egoísmo, pereza, sensualidad…

Sacrificarse, mortificarse: gran medio para atraer sobre sí los dones del Cielo, con tal que se vivan en el Amor de Dios y por el Amor de Dios. Y explica san Francisco de Sales que las grandes mortificaciones no son las mejores; que, por el contrario, las ordinarias que cada día se presentan sin que las hayamos ido a buscar, son más provechosas y más aptas para asegurar la conformidad de nuestra voluntad con la Voluntad divina.

San Francisco puntualiza, además, que la mortificación sin oración es como un cuerpo sin alma, y que la oración sin mortificación es como un alma sin cuerpo (cfr. Espíritu de sacrificio p XIII sec XIV).

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El sacrificio, la mortificación, ese morir para destruir el hombre viejo del pecado (cfr. Romanos 6, 6), no sólo nos hará santos, futuros habitantes del Cielo, sino que su fruto transcenderá, por la Comunión de los Santos, a toda la Iglesia.

"Debéis hacerme el sacrificio de vosotros mismos -dice el Señor a santa Catalina de Siena- y ofrecerme el cáliz de vuestros numerosos sufrimientos como quiera que yo os los envíe, sin elegir ni el tiempo, ni el lugar, ni la medida que os agrade, sino aceptándolos tal como yo lo disponga. Este cáliz debe estar lleno hasta los bordes, y lo estará si aceptáis estas pruebas con amor, y soportáis los defectos del prójimo con gran paciencia, acompañada de un gran aborrecimiento del pecado (…). Sufrid así varonilmente hasta la muerte. En esto echaré de ver que me amáis. No volváis la vista atrás por miedo a las tribulaciones, antes regocijaos en ellas (…). Cuando hayáis sufrido bastante, yo pondré consuelo en vuestras pruebas mediante la reforma de la Iglesia" (Diálogo cap. XII).

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El sufrimiento humano adquiere valor divino cuando Cristo lo "funde" en su Cruz Redentora.

¡Condescendencia divina! Jesucristo desde la Cruz convertirá nuestro "dolor" -cualquier sufrimiento- y nuestro "sudor" -cualquier trabajo- en corredención. Nosotros seremos corredentores con Él siempre que ese "dolor" o ese "sudor" sea ofrecido por y en el Amor de Dios o que nuestra cruz sea aceptada, cualquiera que sea, por razón de ser Voluntad de Dios.

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"…desgraciadamente -manifiesta san Juan Pablo II-, una cierta concepción antropocéntrica corre el peligro de convertir en inútil la Cruz de Cristo. Se intenta sustituirla o suprimirla, en la presunción de que así, el cristianismo será más creíble. Éste, en cambio, extrae su vigor precisamente de aquélla, que lo levanta por encima de todas las creaciones de la cultura, dominando el entero ciclo de la historia (…).

La Cruz, es el prodigio de una locura de Dios, más sabio que los hombres, y de una debilidad suya, más fuerte que todos sus sueños de poder: los enemigos de la Cruz de Cristo ignoran que, por Ella, se ha convertido en sabiduría, justicia, santificación y redención"

(A los teólogos del Congreso sobre la Cruz).

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"Os pedimos ?dirá en otro momento el Papa- a todos los que sufrís, que nos ayudéis. Precisamente a vosotros, que sois débiles, pedimos que seáis una fuente de fuerza para la Iglesia y para la humanidad. En la terrible batalla entre las fuerzas del bien y del mal, que nos presenta el mundo contemporáneo, venza vuestro sufrimiento en unión con la Cruz de Cristo" (Carta Apostólica de san Juan Pablo II sobre el sentido del dolor).

Porque:

"Para quien acepta con fe y soporta con amor la enfermedad, se une místicamente a Cristo, ‘Varón de dolores’ y llega a ser precioso instrumento de Redención para los hermanos"

(San Juan Pablo II. Jubileo con los enfermos, 5-VI-1983).

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"¡Cuán bellos son sobre los montes, los pies del mensajero de albricias, que anuncia paz; del portador de buena nueva, que anuncia salvación!", exclama Isaías (Isaías 52, 7).

Es lógico y natural. La difusión de la Fe comienza cuando el cristiano vive su vida ordinaria -familiar, profesional, social- en coherencia con su Fe cristiana, pues si la Fe no fuera acompañada con obras, estaría realmente muerta (cfr. Santiago 2, 17). Y así es cómo después podremos difundir la Fe con la palabra, pues, como dejó escrito san Pablo "la fe viene de la predicación, y la predicación a través de la palabra de Cristo" (Romanos 10, 17).

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Predicación de la Fe que habrá de ser expuesta con toda fidelidad a la Doctrina de Cristo, pues una predicación incluso "teológica" que no hablara de Dios y de la Fe revelada aburriría, ya que las gentes lo que esperan escuchar del cristiano y los ministros de la Iglesia es algo más que las buenas recomendaciones y argumentos, que darían los sociólogos, los benefactores de la humanidad o los ecologistas, por más cristianos que fueran.

El cristiano necesita que se le hable del contenido Trascendente de la Doctrina de Cristo:

– del Dios, Uno y trino, Misericordioso y Remunerador,

– de la Encarnación Redentora de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad,

– de la naturaleza sacrificial de la Santa Misa,

– del porqué de la Liturgia y de la eficacia de los Sacramentos,

– de la Santísima Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra,

– de la necesidad de la oración, del Mandamiento del amor, de la Vida Eterna o del castigo también eterno.

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Así pues, ¡atención y espíritu crítico ante los posibles engaños filosófico-político-religiosos! para no caer en aquella aberración de la que se queja el Señor en el Libro de Jeremías: "…dos maldades cometió mi pueblo: me abandonaron a mí, fuente de aguas vivas, para excavarse aljibes, aljibes agrietados, que no retienen las aguas" (Jeremías 2, 13).

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Qué es corregir y qué es reprender.

Esto es lo que aconseja san Agustín: No buscar lo que hay que reprender, sino lo que hay que corregir.

"Los hombres sin remedio -dice el Santo- son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás" (Sermón 19).

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El que reprende sin discreción, dudosamente hará mejorar al reprendido, porque sus reprensiones, mortificando con recriminaciones crispadas, reproches amargos que son desahogos de ira, causarán reacciones contrarias a lo que intentaba reprender.

Mas quien buscando el bien del otro, corrige con tanta exigencia como comprensión y cariño, comprobará que lo que pretendió corregir está culminando en éxito.

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De reprensiones a locas, Dios nos libre; pero de corregir lo que hay que corregir, que Dios nos dé Fortaleza para no callar y decir lo que haya que decir; así no ofenderemos a Dios con un pecado de omisión.

"Si tu hermano peca contra ti -exige Jesús-, ve y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano" (Mateo 18, 15).

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Pasar de la vida de pecado a la vida de la Gracia es dar un giro de 180 grados.

Me adentro en mi corazón y le veo volcado en las cosas de este mundo. Y porque eso lo rechazo, le obligo a dirigir su atención hacia arriba, donde la imaginación sitúa a Dios… Compruebo entonces que me he situado en la posición correcta para dar el paso del pecado a la Gracia -"conversión a Dios y aversión a las criaturas"-.

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Pero por el contrario, si yo, encontrándome en amistad con Dios, me dejara llevar del atractivo de las criaturas, dándome cuenta o no, de que esconden seducciones perversas, y me apegara a ellas, me colocaría en la desgraciada posición de dar la espalda a Dios, pasando de estar en su Gracia divina a estar en pecado -"aversión a Dios y conversión a las criaturas"- por el funesto giro de 180 grados que ahora daría ante la Presencia divina.

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Porque Dios "no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan" (II Pedro 3, 9), san Pablo alentará: "…no os amoldéis a este mundo, sino por el contrario transformaos con una renovación de la mente, para que podáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, agradable y perfecto" (Romanos 12, 2).

Y si alguien ha caído, que escuche al profeta Joel: "Más aún ahora, dice el Señor, convertíos a mí de todo corazón (…), volveos al Señor, vuestro Dios, pues es benigno y clemente, lento a la ira y de mucha misericordia" (Joel 2, 12, 13).

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Excelso el Sacramento del Matrimonio que san Pablo refiere a Cristo y a la Iglesia (cfr. Efesios 5, 32). Excelso el Sacramento del Orden que vincula al ministro sagrado con Cristo en la Iglesia y excelsa la gloria que Dios da a su Iglesia como Esposa de Cristo.

Y porque excelso es el signo sagrado del Matrimonio entre un hombre y una mujer, que hace relación al Amor de Cristo y su Iglesia, y que bendice Dios con la Gracia Sacramental, es un insensato, por no decir malvado, quien habiendo sido bautizado en la Iglesia, lo profana, manteniendo una unión extramatrimonial.

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Y qué decir de esa otra profanación del ministerio sacerdotal muy en boga en la sociedad actual que quiere burlar la economía divina de los signos sagrados: trastocar los papeles que Dios designó al hombre y a la mujer, a quienes la naturaleza humana les dio una cierta diversidad, convirtiendo el capricho en un derecho. San Juan Pablo II escribió a propósito del ejercicio del Sacramento del Orden sacerdotal: "…no es fruto de imposición arbitraria, sino que mana del carácter peculiar del ser masculino y femenino. Es un tema que tiene su aplicación específica incluso dentro de la Iglesia. Si Cristo -con una elección libre y soberana, atestiguada por el Evangelio y la constante tradición eclesial- ha confiado solamente a los varones la tarea de ser ‘icono’ de su rostro de ‘pastor’ y de ‘esposo’ de la Iglesia a través del ejercicio del sacerdocio ministerial, esto no quita nada al papel de la mujer, así como a los demás miembros de la Iglesia que no han recibido el Orden sagrado siendo por lo demás todos igualmente dotados de la dignidad propia del ‘sacerdocio común’, fundamentado en el Bautismo. En efecto, estas distinciones de papel no deben interpretarse a la luz de los cánones de funcionamiento propios de las sociedades humanas, sino con los criterios específicos de la economía sacramental, o sea, la economía de ‘signos’ elegidos libremente por Dios para hacerse presente en medio de los hombres.

Por otra parte, precisamente en la línea de esta economía de signos, incluso fuera del ámbito sacramental, hay que tener en cuenta la ‘femineidad’ vivida según el modelo sublime de María. En efecto, en la ‘femineidad’ de la mujer creyente, y particularmente en el de la ‘consagrada’ se da una especie de ‘profecía’ inmanente (cf Muliers dignitatem, 29), un simbolismo muy evocador, podría decirse un fecundo ‘carácter de icono’, que se realiza plenamente en María y expresa muy bien el ser mismo de la Iglesia como comunidad consagrada totalmente con corazón ‘virgen’, para ser ‘esposa’ de Cristo y ‘madre’ de los creyentes. En esta perspectiva de complementariedad ‘icónica’ de los papeles masculino y femenino se ponen mejor de relieve las dos dimensiones imprescindibles de la Iglesia: el principio ‘mariano’ y el ‘apostólico-petrino’ (cf ibid., 27)" (Carta a las mujeres de la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, 29-VI-1995).

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El Misterio que representan estos signos sagrados nos será revelado plenamente en el Cielo. De él leemos en el Libro del Apocalipsis: "Ven -dice a san Juan uno de los siete Ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete plagas finales-, te mostraré a la novia, la esposa del Cordero. Me llevó en espíritu a un monte grande y alto y me mostró la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo del lado de Dios, reflejando la gloria de Dios" (Apocalipsis 21, 9-11).