Qué hemos aprendido de aquel gesto de Benedicto XVI, por Ignacio Carbajosa

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

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Un nuevo primado. El gesto del Papa, que contravenía los usos y costumbres de los grandes estadistas (eclesiásticos incluidos), ponía a los ojos de todos un nuevo factor. Un factor con el que, de hecho, no contamos habitualmente, encerrados en nuestros sesudos análisis y preocupados por no perder ningún dato. En realidad el Papa afirmaba el factor por antonomasia, aquel sin el cual la vida carece de finalidad: el Misterio de Dios que nos ha creado, que nos sostiene y que ha desvelado su rostro bueno en Jesucristo.

Admiración. Pedro J. Ramírez, entonces director del periódico El Mundo, uno de los editorialistas más importantes de España, decía en aquellas fechas a sus lectores: "Llevo varios días preguntándome por qué la renuncia del Papa me está produciendo una desazón creciente, si no soy católico practicante y en materia de creencias mi espíritu crítico se impone casi siempre al legado confortable de una educación religiosa pacífica. Sí, ha sido un notición, pero después de haber vivido tantos en primera línea, ¿a qué viene que me sienta mucho más concernido por ese paso atrás del jefe de la Iglesia que por la elección y reelección de Obama, por los escándalos políticos (?) o por la propia situación económica que nos mantiene a todos contra las cuerdas? (?) Poco a poco se abría paso la admiración ante un acto de lucidez y sentido de los propios límites sin ningún precedente homologable en la historia de la Iglesia".

La unidad deseada. El gesto de renuncia de Benedicto XVI contenía también un mensaje para la Ortodoxia y para toda la Iglesia universal: a diferencia del don espiritual transmitido por el sacramento del orden (recibido en su plenitud en el episcopado), los dones recibidos con el primado no se hacen algo propio de la persona privada. Se otorgan a la persona concreta sólo en su relación con la Iglesia universal. El primado no es un sacramento (que colocaría a la persona del Papa sacramentalmente por encima del resto de los obispos) sino una misión para con la Iglesia universal. En este sentido, el gesto de Benedicto nos muestra que, como el resto de los obispos, el Papa puede renunciar a su servicio cuando las circunstancias lo hacen necesario.

Si el magisterio del Papa Ratzinger se había presentado explícitamente como un servicio a la Palabra de Dios (pensemos en cómo la Escritura ha permeado todas sus catequesis, discursos y documentos), saliendo al encuentro de las reticencias de las confesiones protestantes que acusan al ministerio petrino de situarse por encima del Evangelio, su último gesto representaba una mano tendida a los ortodoxos, en aras de la deseada unidad.

El Misterio que llama. Se entiende entonces mejor lo que Julián Carrón nos decía hace ahora un año: "La libertad del Papa no es lo único que grita la presencia de Cristo. También lo hace su capacidad de leer la realidad y de percibir los signos de los tiempos" (La Repubblica). La del Papa es una razón dilatada por la convivencia con el acontecimiento de Cristo.

El gesto de libertad y de lectura de la realidad del Papa, como los gestos de los profetas de Israel, se ofrece a la interpretación de los hombres. Es el modo con el que el Misterio de Dios nos llama, sin forzar nuestra libertad. Como lo fue para el discípulo Juan, que aquella mañana, ante una pesca excepcional y el rostro borroso de aquel hombre en la orilla, gritó: "¡Es el Señor!" (cf. Jn 21,7). En la medida en que cada uno de nosotros cedió a la imponencia del gesto de Benedicto, y pronunció, de un modo u otro, el nombre del Señor, vio crecer su certeza. Sólo quien hizo experiencia en aquellos días históricos "puede encontrar esa certeza que nos haga verdaderamente libres de los miedos que nos atenazan" (Carrón en el artículo de La Repubblica).