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Se cumplen 125 años desde la aparición en 1896 de Quo Vadis del escritor polaco Henryk Sienkiewicz, la conocida novela sobre los primeros cristianos en la Roma de Nerón y que fue una de las lecturas preferidas del papa Wojtyla. De hecho, su deseo de conocer la ciudad de Roma fue alimentado por esta obra, si bien no pudo viajar a la Ciudad Eterna hasta después de su ordenación sacerdotal con la finalidad de obtener un doctorado en Teología.
Una nueva lectura de Quo Vadis me ha confirmado que Sienkiewicz, Premio Nobel de Literatura en 1905, no solo poseía unos grandes conocimientos históricos y una adecuada técnica literaria. No habría podido escribir esta historia de contrastes entre la vida de los primeros cristianos y el ambiente de la corte de Nerón sin un profundo conocimiento de la fe . Sin dicho conocimiento, su obra se habría reducido a una novela de amor y aventuras por entregas, aunque, en realidad, así fue al principio, pues se fue publicando en un periódico polaco durante más de un año.
Quo Vadis va inevitablemente asociada a un cine de gran espectáculo, cuyos guionistas no han sabido, o quizás ni siquiera se lo han propuesto, plasmar la esencia de la obra. Sin embargo, me gustaría detenerme en algunas frases extraídas del libro de Sienkiewicz, y que constituyen destacados ejemplos de teología cristiana. La mayoría proceden de la correspondencia entre Cayo Petronio, el árbitro de la elegancia en la Roma de Nerón, y su sobrino Marco Vinicio, el enamorado de la joven cristiana Ligia. Añadiré, no obstante, que a los lectores de Quo Vadis les suele atraer el personaje de Petronio, equidistante tanto de las crueldades neronianas como de las virtudes cristianas. Pero el problema de Petronio, y el de tantos Petronios de todos los tiempos, es su incapacidad para elegir entre el bien y el mal, pues no sabe, y probablemente no quiere saber, dónde empieza uno y termina el otro. Piensa que los cristianos han matado el amor a la vida y que desprecian el amor, la belleza y el poder. No es consciente de que no desprecian nada de eso. Lo entienden de un modo muy diferente al suyo. Además, tampoco Petronio es tan profundo como él cree, pues se fija demasiado en las apariencias externas. Su elegancia y su cultura no impiden que sea un indolente.
“Para los cristianos no basta con honrar a Cristo, sino que es necesario ajustar la vida a su doctrina”.
Los romanos no habrían tenido inconveniente de admitir a Cristo en el panteón de sus innumerables dioses. El problema surgió cuando se dieron cuenta de que no era un dios para ser recluido en un templo, recitarle mecánicamente unas plegarias o quemar unos granos de incienso en su honor. Los dioses solo inspiraban temor, y supuestamente debían ser aplacados con ofrendas y sacrificios. Eran, en consecuencia, extraños al hombre, aunque se les pudiera representar con apariencia humana. En el mejor de los casos, los dioses eran objeto de peticiones y de promesas, pero los afectos estaban excluidos. Por lo demás, la religión formaba parte de la tradición cultural, era un factor de cohesión social y un método de instrumentalización política. Por tanto, la religión estaba separada de la vida ordinaria, y cuando esto sucede, los hombres empiezan a dejar de creer en ella, aunque no lo digan expresamente. El ajustar la propia vida a la religión es reconocer que es necesario esforzarse para llegar a Dios. En un mundo como el nuestro, caracterizado por la inmediatez, el cristianismo solo puede entenderse desde una fe profunda y auténtica. De hecho, siempre será más cómodo, y menos comprometido, reducirlo a una simple moral, a ser posible adaptable a la moral social vigente.
“El amor sujeta más sólidamente que el miedo”. Esta es la respuesta del apóstol Pablo a Vinicio, antes de ser cristiano, pues el joven se muestra preocupado por si un día triunfaran las doctrinas cristianas. Afirma que entonces se deshará la sociedad como se deshace un barril al quitarle los aros. En efecto, la sociedad romana se vino abajo, pero se hundió por su falta de fundamentos sólidos. Esa solidez no la puede dar un Estado opresor, que se presenta como protector, ni tampoco la puede poseer el individuo entregado a sus propios caprichos y arbitrariedades. Así era la Roma de los Césares. Por lo general, allí imperaba el miedo y la falta de escrúpulos. Esa Roma se encontró con la civilización del amor que traía el cristianismo, y aunque se resistió a él durante tres siglos, las estatuas del emperador, cada vez más parecido a un déspota oriental, terminaron por derrumbarse.
“Los hombres no conocían antes a un Dios a quien pudieran amar; por eso tampoco se amaban unos a otros, y de ahí procedían sus desventuras y sus dolores”.
Esta frase la escribe un Marco Vinicio convertido al cristianismo. Los dioses no eran amables ni merecedores de ser amados. No eran un modelo para imitar salvo para los gobernantes que se divinizaban a sí mismos. Por lo demás, muchas de las conductas de los dioses paganos eran ilícitas para las leyes humanas. La arbitrariedad era, por tanto, uno de sus rangos distintivos. En contraste, con el cristianismo surge un Dios que ama a los hombres y se hace uno de ellos. Es un Dios que dice a sus discípulos que serán conocidos porque se aman los unos a los otros.