San Ireneo y el falso conocimiento
"El regalo que me hicieron fue el libro IV de la conocida obra de San Ireneo, publicado bajo el título de Combate contra el falso conocimiento..."
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Fue un regalo inesperado traído por mi mujer y mi hijo cuando el verano pasado hicieron una visita a Lyon, en medio de los calores estivales y las coloridas celebraciones de la fiesta nacional francesa. Tuvieron tiempo de subir al santuario de Notre Dame de Fourviére, una basílica neobizantina que domina desde una colina la segunda ciudad de Francia. Tiene mi familia una costumbre, y yo también la suelo practicar, pasarse por la tienda, si es librería mucho mejor, de las iglesias que visitan. En ella hay quien solo busca recuerdos pintorescos y, por supuesto, objetos religiosos. Otros se detienen en los libros que están expuestos para la venta. Tratándose de Lyon, tendría que haber algún libro de San Ireneo, un santo obispo del siglo II que suele ser recordado mucho por los teólogos y bastante menos por el cristiano común, no siempre familiarizado con el estilo de obras como Contra las herejías. Es un tratado dividido en cinco libros en el que el obispo sale al paso de los gnósticos, unos filósofos, por llamarles de alguna manera, que lo apuestan todo por el conocimiento, pero que, en realidad, transmiten una visión del conocimiento con vocación de encerrarse en sí mismo.
El regalo que me hicieron fue el libro IV de la conocida obra de San Ireneo, publicado bajo el título de Combate contra el falso conocimiento. Poco más de un centenar de páginas en una edición de bolsillo bien cuidada, y una cita llamativa en la portada que me dio que pensar: “La gloria de Dios es el hombre vivo”. Cuando emprendí su lectura, pude apreciar que la frase quedaba completada de esta manera: “La vida del hombre es la visión de Dios”. Son dos citas tan profundas como bellas, y si la auténtica belleza va siempre acompañada de la verdad, representan una llamada acuciante no solo a un mejor entendimiento de la fe cristiana, hasta donde alcanzan nuestros limitados sentidos, sino que también implican una llamada a la conversión personal, a acercarse a un amoroso Creador del hombre, que ha amado hasta el extremo de darle a su Hijo unigénito (Jn 3, 26).
Ireneo llegó a la actual Lyon procedente de Asia Menor, donde había sido discípulo de san Policarpo, obispo de Esmirna que, a su vez, era discípulo del apóstol Juan, al que Jesús tanto quería (Jn 13,21). No es casualidad que el autor del cuarto evangelio se encontrara en esas mismas tierras con la corriente del gnosticismo, extraño sincretismo de religiones y filosofías que espiritualizaban tanto a Dios, que lo convertían en un ser que nada tenía que ver con el mundo. Lo material, la carne, quedaba radicalmente separado de Dios. El resultado no era otro que un mundo sin Dios, para el que no había ninguna esperanza de salvación, y menos aún la aportada por el cristianismo. En cambio, Juan proclama en su evangelio que “todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Jn 1,3), y de modo contundente señala que “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). La gnosis había viajado por los mares y las calzadas del Imperio romano, y llegado también a las Galias. De ahí que Ireneo, en la tradición del último de los apóstoles, hiciera uso de su pluma para combatir esta doctrina, para luchar contra un conocimiento falso.
El Dios de los gnósticos no es el Creador, pues no conciben que hubiera creado algo tan despreciable para ellos como la materia, y tampoco es Padre, pues el verdadero padre es providente, cuida de sus criaturas. Los deístas del siglo XVIII concebían a un Dios mecanicista, que en el fondo era panteísta, desentendido del mundo, aunque al menos no le negaban el papel de Creador. En cambio, los gnósticos a lo largo de la historia, pues muchas filosofías e ideologías son solo variaciones totales o parciales de la gnosis, han rechazado a un Dios Creador y Padre. En consecuencia, tampoco podía tener un Hijo, y no se podría afirmar que Cristo fuera Dios, aunque esto no es incompatible para que cualquier gnóstico considere a Cristo como alguien fuera de lo común. Pero al final el gnosticismo termina negando en la práctica también la humanidad de Jesús. Por muy hermosas y aleccionadoras que resulten sus palabras en los evangelios, Cristo ha quedado reducido a una idea, y no es una persona.
Leer este pequeño libro de san Ireneo, que no solo merece ser leído sino rezado, me lleva a descubrir la grandeza de la aportación de los Padres en la historia de la Iglesia. Todo está en los Padres. Son los mejores intérpretes del Antiguo Testamento porque en todo ven la imagen de Cristo. Están convencidos, tal y como dice el Credo, de que el Espíritu Santo habló por boca de los profetas. A diferencia de los saduceos que buscaron contradecir a Jesús en el tema de la resurrección, los Padres conocen las Escrituras y el poder de Dios (Mt 22. 29).
Con San Ireneo, he recordado su afirmación de que la gloria de Dios es el hombre vivo. En las religiones paganas, la distancia entre Dios y el hombre era inabarcable. Dios no solo estaba lejano, sino que a veces se convertía en alguien hostil, al que solo se podía aplacar con sacrificios que, no en pocas ocasiones, eran humanos. En cambio, el cristianismo nos recuerda que el hombre no ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 26) para luego abandonarle a su suerte. Nos ha enviado a Jesús, que se llama a sí mismo el Hijo del Hombre. San Ireneo dice que, si hubiera nacido como hombre, no se otorgaría este calificativo. Por lo demás, cabría añadir que, si la gloria de Dios es el hombre vivo, esa gloria es Cristo, el hombre nuevo, del que estamos llamados a ser imitadores (Ef 5,1). Por último, si la vida del hombre es la visión de Dios, no cabe duda que esa vida es Cristo, pues es el Hijo el que nos ha dado a conocer a un Dios que nadie había visto jamás (Jn 1, 18). El rostro de Dios, y del hombre, es el de Cristo.