Una carmelita para salir de uno mismo
Este 8 de noviembre se celebra la memoria de la carmelita francesa santa Isabel de la Trinidad (1880-1906), canonizada por el Papa Francisco en 2016
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Este 8 de noviembre se celebra la memoria de la carmelita francesa santa Isabel de la Trinidad (1880-1906), canonizada por el papa Francisco en 2016. Su espiritualidad está aún por descubrir para muchas personas, pero no es exagerado afirmar que es una santa del Carmelo comparable a santa Teresa de Ávila y a santa Teresa de Lisieux. San Juan Pablo II señaló en cierta ocasión que Isabel es uno de los santos de Francia que más han influencia ejercieron en su vida, pues le ayudó a encontrar caminos para la oración y el don de sí mismo. Quizás todavía sea pronto, pero creo que llegará el día en que esta santa reciba, al igual que sus dos hermanas en el Carmelo, el título de doctora de la Iglesia. Yo ignoraba hasta hace pocos años su existencia y la descubrí por medio de una antología de sus textos seleccionada por un sacerdote francés Jean Rémy (1929-2006), y que lleva el título de “15 días con Isabel de la Trinidad”.
Me llamó la atención su testimonio, que años más tarde ampliaría en un libro de Memorias. En 1983 tuvo una grave dolencia cardiaca y esto le impidió incorporarse a una misión en África. Tuvo que quedarse en Francia y esta contrariedad dio un rumbo completo a su vida. En unos días de retiro espiritual se subió a su habitación una revista. En ella se encontró con sor Isabel de la Trinidad que, según Rémy, produjo el mayor milagro de su vida. No se trataba de la curación de su enfermedad sino de un milagro mucho mayor: el renacimiento de su vocación sacerdotal.
En principio, Rémy era un cura de éxito. Bien considerado por sus feligreses y por su obispo, y con un gran prestigio por sus iniciativas sociales. Un hombre dinámico y de acción, de esos que parecen llamados a hacer “carrera”. Pero él mismo confiesa que cayó en la autocomplacencia y fue abandonando la oración. Sin embargo, tras empezar a leer a Isabel de la Trinidad, reconoció que ella le había salvado. Había descubierto un tesoro espiritual, basado en la unión y comunión con la Trinidad, esa esencial manifestación de Dios que no consiste tanto en entender sino en recibir y amar. Rémy dejaría el mero activismo para ser contemplativo en medio de sus actividades. Descubriría que la vida de oración es la única fuente de vida y de acción. Es muy posible que este sacerdote se sintiera removido por la lectura de una de las cartas de Isabel de la Trinidad, donde expresa su deseo de querer sacar a las almas de sí mismas para acercarlas a Dios.
No menos llamativo es el caso de Didier Decoin, un escritor y guionista francés, Premio Gouncort en 1977. No era creyente, pero también se encontró con Isabel de la Trinidad. Escribió su biografía, con el subtítulo de La obsesión de Dios. Y todo empezó tras ver una fotografía de la joven antes de ingresar en el Carmelo, en la que aparece tocando el piano.
Detrás de las fotografías de Elisabeth Catez se adivina una muchacha llena de alegría de vivir, ansiosa de ir a bailes y de salir con chicos. Es además una joven de carácter fuerte y determinado, que hace las cosas a conciencia. También es una apasionada de la música, ganadora de un primer premio de un concurso de piano en Dijon. Sin embargo, lo dejará todo por el Carmelo, pues busca una alegría que nunca termine: la del amor por Alguien por quien vale la pena entregarse por completo. Probablemente esta desacostumbrada elección, solo comprensible por medio de una fe y un amor recios y a la vez inseparables, es lo que llama la atención de tantas personas.
“Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14, 23). En eso consiste la vida trinitaria para Isabel: vivir en una morada de la que no se desea salir porque es la casa paterna donde uno se siente acogido y protegido. La presencia de Dios lleva al deseo de dejarse transformar por el amor. Una auténtica vida interior sale necesariamente al exterior. Nadie puede guardar para uno mismo el fuego del amor de Dios. La transformación del cristiano tiene el mejor ejemplo en María, “con una vida tan sencilla y perdida en Dios”. María es inseparable de la Trinidad. Así lo señala Isabel en sus últimos ejercicios espirituales: “Después de Jesucristo, hay también ciertamente una criatura que fue alabanza de la Gloria de la Santísima Trinidad”.