El obispo de Ávila avisa en 'Camino de Pascua' de los riesgos de dudar de la Vida Eterna: "Decae la ilusión"

Mons. José María Gil Tamayo insta a los fieles a dar la vuelta a esta situación de pesimismo, "haciendo de la esperanza humana y del optimismo una tarea prioritaria y urgente"

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Redacción TRECE

Publicado el - Actualizado

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El obispo de Ávila, Mons. José María Gil Tamayo, ha participado en el recorrido que está realizando TRECE para prepararte para la Semana Santa a través de ‘Camino de Pascua’. El titular de la diócesis abulense ha hecho referencia a la Resurrección de Lázaro de Betania, amigo íntimo de Jesucristo.

Su hermana Marta afeaba a Jesús que llegara a la casa cuando su amigo había fallecido y fue sepultado. Cristo, al contemplar aquello, hizo abrir el sepulcro, y a una orden suya, Lázaro resucita.

El mensaje de Mons. Gil Tamayo

La fuerza de la resurrección de Cristo, Señor de la vida y vencedor de la muerte, es la que hace posible la resurrección de los hombres y la fe en la Vida Eterna. El Evangelio de esta ocasión es el relato del capítulo 11 de San Juan. Es la resurrección de Lázaro, que constituye el séptimo milagro que Jesús realiza en el Evangelio de San Juan, el últimos antes de la crucifixión.

Como signo, se muestra la gloria divina presente en Jesús, su poder en favor de los hombres liberándolos de su debilidad. En la resurrección de un muerto como es Lázaro, Jesús muestra de manera anticipada a sus discípulos su victoria pascual sobre el pecado y la muerte que ocurrirá en su Pasión y Resurrección.

A raíz del reproche de Marta a Jesús por haber llegado tarde cuando más lo necesitaba su hermano Lázaro, a veces uno se encuentra con personas que, al preguntarles por su relación con Dios, te cuentan que están enfadados con Él, como le ocurre a Marta.

No es un enfado pasajero, sino de años, en el que lo pasan mal porque quieren de verdad a Dios. Realmente, anhelan restablecer esa relación. Cuando uno indaga y trata de ayudar a recomponer su amistad con Dios y les preguntas por la causa del disgusto, muchos responden que en un momento de su vida rogó intensamente por que Dios les ayudara por un hecho concreto, por ejemplo, curar de una enfermedad incurable o salvar de un mal a un familiar, y Dios se hizo el sordo.

Es lo que parece que hizo Jesús con su retraso ante la llamada de socorro de las hermanas de Lázaro. Así lo tienen grabado en el corazón, como una herida abierta. Es lo que pasa también con el sufrimiento de los inocentes en las guerras, atentados, inmigrantes, personas que nos han dejado durante la pandemia… Puede que algunos estén enfadados con Dios por todo ello.

Pero Dios no pasa de nuestras súplicas, aunque parezca lo contrario. Nunca llega tarde pese a pedirle por causas justas, pero no entraban en sus designios ni primera voluntad de nuestra vida. Tenemos que tener confianza en Él porque nos escucha. No podemos atosigar a Dios ni ponerle plazos. Así tendremos una paz grande.

Cuando Jesús llega a Betania, Lázaro ya ha muerto. El diálogo con Marta es una revelación del misterio de Cristo. El hijo, quien del mismo modo que el Padre, resucita a los muertos y les da la vida. Jesús le dice a Marta que Lázaro resucitará.

Marta le responde diciéndole que cree que es el Mesías. Cristo es nuestra vida y quien ha vencido el pecado y la muerte. Nos abre a la plenitud de la belleza y amor del ser humano, con la Vida Eterna y la Resurrección que celebramos en la Pascua, para el que nos preparamos en tiempo de Cuaresma.

Jesús de Nazaret no es un muerto ilustre, es el mismo ayer, hoy y siempre, nos dice la carta a los hebreos. Los cristianos creemos que Jesús vive para siempre, y nos abre las puertas de la esperanza que pese a nuestras dificultades y el materialismo en el que vivimos. Podemos aspirar a la Vida Eterna. Si hemos muerto con Cristo, también viviremos con Él.

La muerte no tiene la última palabra. Es un gran consuelo cuando mueren nuestros seres queridos. Necesitamos en este tiempo la esperanza de participar en el mismo destino que Jesús. Aspiramos al Cielo y a la Vida Eterna.

El hombre se ha instalado en el pesimismo vital y no quiere saber nada más que del estado del bienestar. Nos hemos habituado a que no se hable del más allá. Parece un tema tabú. Escasea esa parte del credo. Es una contradicción con la vida cristiana. Poner en duda la Vida Eterna no deja tener consecuencias para la vida terrenal, como la pérdida del sentido de la vida, la caída de la solidaridad o carencia de la ilusión y aumento del miedo.

La Iglesia hemos de empeñarnos en dar la vuelta a esta situación, haciendo de la esperanza humana y del optimismo una tarea prioritaria y urgente. Toca a los creyentes recuperar el artículo final del credo: creo en la Vida Eterna, que no consiste en una prolongación de la vida presente, sino en la realización gozosa de la plenitud.

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