Meditación Domingo Resurrección: "Hoy se nos invita a anunciar la Pascua con los labios y con la propia vida"
"Donde nadie ya no puede acompañarte y donde tú no puedes llevar nada, allí te espero yo y para ti transformo las tinieblas en luz"
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Hay un inicio de la eternidad, cuando Cristo resucita. El ángel del Señor corrió la piedra del sepulcro y se sentó encima. Con estas palabras, el obispo auxiliar de Getafe, José María Avendaño, nos invita a meditar en la alegría de la Pascua de Resurrección.
Dios es vencedor de todas las losas que nos angustian y oprimen la vida de los hombres y mujeres de esta tierra. “Ha resucitado” es lo nuclear y hecho fundacional de nuestra fe y la vida de todo discípulo de Cristo. Nuestros sufrimientos, el pecado y la muerte han sido vencidas.
“Resucitó de veras mi amor y mi esperanza”, se proclama en la Secuencia pascual, y pedimos al Señor que, en este día que nos ha abierto las puertas de la vida por medio de su Hijo, vencedor de la muerte, nos conceda ser renovados por su Espíritu. El Viviente nos regala la oportunidad de abrir el corazón de Cristo muerto y resucitado. Hoy es un día para hablar de la vida en Cristo; de abrir los ajos a la luz de Dios sobre el mundo; de los débiles, pobres, últimos, humillados, anunciándoles la esperanza. “Entonces entró también el otro discípulo… vio y creyó” Iluminados por el acontecimiento de la resurrección comprenden lo que quiere decir la Escritura. Jesús resucitado es manantial de luz para el mundo, la victoria del amor y la esperanza. Hoy se nos invita a anunciar la Pascua con los labios, con el corazón y con la vida, con misericordia y compasión ante las necesidades del prójimo. Gracias, Señor resucitado, por precedernos y acompañarnos por los caminos del mundo, sin tristeza.
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La oscuridad es ahora luz
Amanece en Jerusalén. La oscuridad llenaba todo hasta que el sol empezó a iluminar las murallas, el Templo, las torres de la fortaleza... María Magdalena y otras mujeres caminan hacia el noroeste de la ciudad, hacia donde está el Calvario. Las calles están vacías. Ellas tienen la impresión de que la muerte de Jesús ha oscurecido la tierra para siempre: el sol ya no brillará como cuando su maestro estaba con ellas. Sin embargo, no les importa la falta de luz, ni la guardia apostada allí por el sanedrín, ni que Cristo lleve ya tres días muerto. No saben quién les quitará la piedra que cierra el sepulcro, pero no están dispuestas a quedarse en casa. Vuelven a pasar por los lugares por los que caminó Jesús; sus corazones se estremecen de nuevo, pero no ceden ante el miedo.
La alegría del testimonio
Les pedimos a ellas ese amor a Jesús, más fuerte que el tremendo sufrimiento de la Pasión. En el corazón de aquellas mujeres, la hoguera que encendió el mismo Cristo no se había apagado del todo. Han madrugado y no ha sido en vano.
Dios no puede resistirse a un amor así y les entrega la mejor noticia, la página definitiva en la que tienen cumplimiento todas las profecías: «“He resucitado y ahora estoy siempre contigo”, dice a cada uno de nosotros. Mi mano te sostiene. Dondequiera que tú caigas, caerás en mis manos. Estoy presente incluso a las puertas de la muerte. Donde nadie ya no puede acompañarte y donde tú no puedes llevar nada, allí te espero yo y para ti transformo las tinieblas en luz».
Corren alegres, aunque todavía un poco confusas, hasta el Cenáculo para anunciar a los apóstoles lo que han visto. A ellos les parece una locura lo que escuchan de labios de estas mujeres que llegan jadeantes por la carrera. Sus palabras están mezcladas con lágrimas y manifestaciones de alegría por la tensión del momento.
El ejemplo de Pedro
Podemos fijar nuestra mirada, por un momento, en san Pedro, que «no se quedó sentado a pensar, no se encerró en casa como los demás. No se dejó atrapar por la densa atmósfera de aquellos días, ni dominar por sus dudas; no se dejó hundir por los remordimientos, el miedo y las continuas habladurías que no llevan a nada. Buscó a Jesús, no a sí mismo.
Aunque, como Pedro, alguna vez hayamos negado a Jesús, también como Pedro queremos volver a estar cerca de Él: «Es el momento de renovarse, hijos míos –decía san Josemaría–; la santidad es esto: cada día renacer, cada día recomenzar. Esos obstáculos que surgen en tu carrera, ponlos a los pies de Jesucristo, para que Él quede bien alto, para que triunfe: y tú, con Él. No te preocupes nunca, rectifica, vuelve a empezar, prueba una y otra vez, que al final, si tú no puedes, el Señor te ayudará a saltar el parapeto; el parapeto de la santidad. Este es también un modo de renovarse, es un modo de vencerse: cada día una resurrección, que sea la seguridad de que llegamos al fin de nuestro camino, que es el amor».
Para nosotros, a más de dos mil años de los sucesos que estamos contemplando, el Viernes Santo y la Resurrección de Jesús siguen dando fuerza y sentido a nuestra vida. Por eso, «las cosas todas de la tierra tienen la importancia que les queramos dar. Todo lo que pase aquí abajo, si estamos endiosados, no nos turbará. Cuando, a causa de nuestra flaqueza y de nuestros errores, damos categoría a esas pequeñeces y sufrimos, es porque queremos. Pegados al Señor, estamos seguros. Unidos a la Cruz de Cristo, a la gloria de la Resurrección y al fuego de Pentecostés, todo se supera.