'Crónicas perplejas': “Consciente de lo mágica y absoluta que es la vida”

Habla Antonio Agredano de partos y el papel del padre ese día

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Escucha las Crónicas perplejas de Antonio Agredano sobre partos y el papel del padre

Antonio Agredano

Publicado el - Actualizado

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En esta sección de ‘Herrera en COPE’, Antonio Agredano recuerda el nacimiento de sus dos hijos, y su papel como padre en el momento del parto, en sus 'Crónicas Perplejas'.

Tengo dos hijos y fui espectador en el parto de ambos. Me sentaron en una silla, en una esquinita, y ahí me dejaron aprendiendo una cosa que todo hombre debe saber, al menos, en algún momento de su vida: no le interesas a nadie. Eres intrascendente. Invisible. Quédate callado un rato. No molestes mucho. Hoy tú no eres el protagonista.

Las médicas y las enfermeras iban pasando por allí, asomándose con curiosidad, palpando… esas cosas… preguntando a la mamá, dándole cariño y confianza, mientras yo aguantaba erguido como una gallinácea en uno de esos incómodos asientos.

Yo le daba la mano a la madre futura, le animaba, le daba besos en la frente, con una ternura prudente… pero ya iba notando que ella estaba concentrada en lo que iba a suceder pronto. Poco a poco aquello se iba convirtiendo en lo que es: una relación intensa entre la mujer y su criatura.Donde la naturaleza va más allá de cualquier palabra y de cualquier gesto. Un diálogo de pieles entre ella y el pequeño.

Mis hijos nacieron bien. El primero algo peor, fue más fatigoso. Recuerdo el ruido del aparataje metálico chocando en una bandeja, cuando las cosas se complicaron un poco. Recuerdo la sangre. Recuerdo el entusiasmo de la matrona. Sus palabras motivadoras. Y recuerdo, sobre todo, la convicción de una madre trayendo a su hijo al mundo. Ese sufrimiento que se mezcla con un amor intensísimo. Ese músculo al servicio de la existencia.

A esas alturas del parto, yo sólo tenía un objetivo: no marearme. No montar un escándalo. Mantenerme virilmente firme entre tanta agitación. Cuando vi a mis hijos, ya fuera, ya palpables, moraditos, lloré. No lloré de una forma estruendosa. Fue un llanto muy sutil, muy tímido. Y me fijé en sus pies minúsculos y en sus puños apretados con una fuerza diminuta. E intenté limpiar torpemente el sudor en la cara de su madre con mis manos. Y me volví a sentar en mi sillita, consciente de mi pequeñez y de lo mágica y absoluta que es la vida.

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