Luis Del Val: “Sentí orgullo de los que estábamos en ventanas y balcones, asomados a esta querida España"

Me emocionó ver a mis vecinos otorgando la única recompensa que somos capaces de otorgar: la del reconocimiento a su entrega

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Luis Del Val: “Sentí orgullo de los que estábamos en ventanas y balcones, asomados a esta querida España"

Luis del Val

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Ayer, por la tarde, confinado con mi mujer, en casa, fatigados de leer, nos pusimos a ver “Despertares”, una magnífica película donde Robin Williams interpreta a un neurólogo y Robert de Niro a uno de sus pacientes, basado el guion en hechos reales. Llevábamos una media hora, cuando nos sacudió un trueno de esos que indican que el rayo ha caído cerca, pero no hubo más. Fue al cabo de otro periodo de tiempo, cuando escuché un repiqueteo insólito, como el que produce la lluvia, cuando jarrea, y golpea tejas y pizarras, e interrumpimos la película y salimos a la terraza. No éramos los únicos: la mayoría de las terrazas y ventanas estaban ocupadas por los vecinos de la urbanización, pero no habían salido a contemplar la lluvia, sino que estaban aplaudiendo, porque eran las ocho, y a las ocho estábamos citados para aplaudir al personal sanitario, que trabaja con horarios de esclavitud, para tratar de contener los contagios. Se me había olvidado, y mi mujer y yo nos sumamos al homenaje.

Cuando eran las ocho y cuatro minutos, el sonido de las palmas decrecía y alguien, desde algún lugar, gritó “¡La última!” y se produjo un redoble impresionante, como ese que tiene lugar en el teatro cuando, después de una larga ovación, el elenco se retira y, de repente, vuelve al escenario para saludar por última vez.  

Y me emocioné. Me emocioné de una manera profunda, de esas que hace tiempo que no sentía, porque aquello no era un rito superficial, una de esas banalidades que nos avasallan, sino un homenaje auténtico, tan auténtico que no nos importaba que los homenajeados no estuvieran presentes, porque sabíamos que estaban ocupados, y esa ovación de la solidaridad, ese aplauso a la hermandad sanitaria, me parecía un tributo al agradecimiento de tantas personas que, desde el inicio de nuestra biografía, nos han acompañado, nos han ayudado, e incluso nos han sorprendido con detalles de afecto que algunos no hemos olvidado.  

Me emocionó ese repiqueteo de las palmas a los artistas del quirófano, a las sopranos de los laboratorios y a los tenores del diagnóstico; a las contraltos de la vigilancia y al coro que -la mayoría de las veces, sin nombre- empuja camillas, traslada cuerpos de una cama a otra, vigila sofisticados cuadros luminosos, y cumple con estricta responsabilidad, la administración de fármacos o la regulación de dispensadores de oxígeno.

Me emocionó ver a mis vecinos otorgando la única recompensa que somos capaces de otorgar: la del reconocimiento a su entrega, y, también, a su valentía, porque cuando nos referimos al segmento de riesgo, solemos olvidar que quienes más riesgo corren, quienes a más peligros se exponen, son estos soldados de los hospitales, estos uniformados de blanco o de verde, que están en la trinchera de urgencias, y a lo peor, no disponen del material más adecuado. Y, en medio de la emoción, me sentí orgullo de ellos, y de los que estábamos en ventanas y balcones, asomados a esta querida España.

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