El pequeño Karol y el viento

Hoy se cumplen veinte años de la muerte de san Juan Pablo II y los recuerdos se acumulan. Aquel día el mundo entero se inclinó ante un gigante de la historia, el hombre que había conseguido dar la vuelta a la falsa imagen de que la fe recorta las posibilidades de la vida, haciéndola aburrida y timorata. Algunos le habían apodado “huracán Wojtyla”, sin preguntarse, quizás, de dónde nacía ese viento.

El pasado verano me arrodillé ante la coqueta pila bautismal de la pequeña iglesia de Wadowice, donde fue bautizado el pequeño Karol. A mi lado, decenas de personas se acercaban para tocar la pila en silencio, o musitando una oración. Ancianos, familias, niños, había lágrimas en algunos ojos, sobre todo una gratitud inmensa. Allí comenzó su historia, que ya es historia de la Iglesia, y también historia de la humanidad. Pero en aquel lejanísimo mayo de 1920, con los campos de Europa todavía arrasados por la Primera Guerra Mundial, nadie sospechó que en la humilde parroquia de un pueblo del sur de Polonia estuviese comenzando nada relevante para el mundo. Como nadie sospechaba que, en un modesto piso de la calle lateral, frente al reloj de sol de la iglesia, en una familia sin importancia, se estuviera educando el primer papa eslavo de la historia. Sin impartirle teologías, solo con el calor del hogar, el pan caliente en la mesa y la presencia cotidiana de sus padres. El viento estaba germinando en aquel hogar cristiano, en una parroquia entre miles, recogiendo la semilla plantada en silencio a lo largo de siglos.

“El tiempo huye, la eternidad espera”, podemos leer todavía hoy en el desgastado reloj de la iglesia de Wadowice. El tiempo es de Dios, que lo conduce. Y hoy, en cualquier lugar imprevisto de nuestro vasto mundo, sigue germinando un viento que nunca dejará de soplar. Un viento que, por fortuna, no controlamos nosotros.