Se convertía en un gigante
Publicado el
2 min lectura
Ahora que celebramos el 60 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, es bueno recordar que este gran acontecimiento del que la Iglesia sigue bebiendo, puso a la liturgia en el centro de su gran impulso de renovación, y proclamó que es “un anticipo de la liturgia celestial que se celebra en la ciudad santa de Jerusalén, hacia la cual caminamos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios”. Es una afirmación sustancial del Concilio, una de las que algunos nunca recuerdan.
Por eso es una buena noticia que la mayor preocupación reflejada en la consulta sobre el sínodo desarrollada en las diócesis españolas se refiera a la forma en que celebramos la eucaristía y a su lugar central en la vida de todo cristiano. En ese sentido, me ha impresionado un testimonio sobre la vida del beato Idelfonso Schuster, arzobispo de Milán entre los años 1929 y 1954. Schuster era monje benedictino cuando fue nombrado obispo, y en él siguió latiendo siempre el corazón del monje, fascinado por Dios y enamorado de la oración. Cuentan que tenía un físico esbelto y frágil, pero bajo las vestiduras litúrgicas se convertía en un gigante: "se podía ver a un santo en conversación con el poder invisible de Dios", recuerdan los testigos, "no lo podías mirar sin ser sacudido por un escalofrío religioso". Para él, la liturgia "es por excelencia la oración de la Iglesia", la única verdadera devoción de todo cristiano. Ante eso, podemos preguntarnos cómo participamos cada uno en la liturgia.
Antes de morir, Schuster se despidió de sus seminaristas con estas palabras clarividentes: “la gente parece que ya no se deja convencer por nuestra predicación, pero ante la santidad todavía creen, todavía se arrodillan y oran. No olvidéis que el diablo no teme a nuestros campos deportivos ni a nuestros cines. En cambio, tiene miedo de nuestra santidad”.