Yo no me iré
José Luis Restán reflexiona sobre la lección que San John Henry Newman dio a una admiradora sobre su pertinencia a la iglesia católica
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Enfadarse con lo que sea es una prerrogativa que cada uno guarda celosamente. Enfadarse con la Iglesia es un deporte que priva a algunos católicos. No es que falten motivos para el disgusto en un cuerpo tan amplio que surca las aguas de la historia desde hace más de veinte siglos. Lo que un católico no puede hacer es mirar esos motivos de irritación, grandes o pequeños, desde fuera, como si él fuese completamente puro e inocente. Y menos aún puede mirarlos olvidando que pese a tantos fallos humanos, incluidos los del enfadado, que nunca los suele ver, en la Iglesia recibe todo lo necesario para vivir plenamente, y lo recibe, además, completamente gratis.
Al conocerse la proclamación de la infalibilidad del Papa en el Concilio Vaticano I, una mujer inglesa, que había dejado el anglicanismo para entrar en la Iglesia católica, escribió llena de amargura al gran John Henry Newman, referencia innegable para todos los conversos al catolicismo en la Inglaterra de la segunda mitad del siglo XIX, pidiéndole que abandonara la Iglesia de Roma dando un portazo, y asegurándole que muchos le seguirían. Newman consideraba inoportuna aquella definición dogmática y temía una formulación excesiva de la autoridad papal impulsada por la corriente ultramontana. Por eso me interesa su repuesta llena de claridad y con un punto de ironía inglesa: desde luego él no abandonaría el hogar de la Iglesia, ni por esta discusión, ni por tantos motivos personales como le dieron algunos. Sencillamente porque en ella encontraba cada día el tesoro de los sacramentos y de la Tradición viva que garantiza la fidelidad a Jesucristo, la compañía de los santos y la certeza que sólo la unidad en torno al Sucesor de Pedro puede ofrecer, de que corremos por el camino justo, aunque sea a través de pantanos y con numerosas caídas en la historia. “Existe la misma posibilidad de que yo abandone la Iglesia de que sea nombrado rey de Irlanda”, le vino a decir a su gentil admiradora, a loa que, por cierto, dio una lección inolvidable.