La radiografía de la Iglesia en la España vaciada

El director de la Pastoral Social de la CEE, Fernando Fuentes, asegura hay que «atender el mundo rural, pero no desde la frustración, sino desde la esperanza»

Abuelo

José Ignacio Rivarés

Publicado el - Actualizado

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Mari tiene 85 años y vive en un pequeño pueblo de poco más de cien habitantes de Aragón. Ama de casa de las de toda la vida, sus monótonas jornadas transcurren pendiente de su marido, enfermo de alzhéimer, al que cuida y atiende con el esmero y la dedicación que solo se puede encontrar en una pareja que no se ha separado un solo día en sus más de cincuenta años de vida en común. Los hijos, ya mayores, hace tiempo que volaron del núcleo familiar: en el pueblo no había futuro más allá de la agricultura o la ganadería. Hubo que salir a estudiar, luego llegó el trabajo en la ciudad… En fin, la historia de millones de personas en España en el último medio siglo.

El pueblo de Mari se muere. Literalmente. Sí, porque los pueblos, como las personas, también mueren, aunque de otra manera: poquito a poco, sin que te des cuenta. El autobús de línea de toda la vida ya hace tiempo que ha dejado de pasar; la tienda que quedaba también cerró hace años; el único lugar para hacer un poco de vida social, el bar (antaño había tres), amenaza igualmente con echar el cierre, porque los cuatro cafés que su camarero sirve a diario no dan siquiera para pagar la luz y la calefacción... Y el mismo camino llevan el consultorio médico y el banco. El galeno que hasta poco antes de la pandemia pasaba consulta a diario ahora viene «cuando le toca», de modo que si enfermas a destiempo has de ir a la capital, a veinte kilómetros, un serio contratiempo para unos pacientes de edad avanzada que, además, viven solos y no pueden desplazarse.

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El párroco

Hasta la iglesia, la joya de la localidad, parece condenada a corto plazo una vez se retire don Alfonso, el cuasi octogenario párroco que cada domingo y desde hace más de tres décadas acude a celebrar su tercera Eucaristía del día con los escasos feligreses, todos mayores, que se arriesgan a coger una pulmonía en el gélido templo.

Lo único que de momento parece no peligrar —«toquemos madera», dice Mari— es la escuela, y ello gracias a que en su día el Ayuntamiento proporcionó vivienda gratis a una familia inmigrante con tres críos que evitó un cierre que parecía cantado.

Cuando llega el invierno, el panorama en el pueblo de Mari es desolador. Los días son cortos, el frío intenso, y las nieblas continuas, por lo que los vecinos apenas salen. La soledad es grande. Desde hace unos pocos años internet ayuda a la televisión a hacer más llevadero el lento paso de las horas. Pero el contacto humano escasea. Si no pasa nada, hay jornadas en que la relación entre los vecinos se reduce a unos breves minutos de espera ante la furgoneta que reparte el pan o del vendedor ambulante que una vez por semana trae la fruta. Luego, «cada mochuelo a su olivo». Bien es verdad que durante el invierno tampoco hay mucha gente, pues la mayor parte de las casas están cerradas.

España vaciada

El de Mari es uno de los miles de pueblos que conforman lo que se ha dado en llamar la «España vacía» o «España vaciada». El nombre alude a la España interior, rural y despoblada, una España olvidada —aunque reivindicativa de unos años a esta parte— que lucha por su supervivencia, que quiere hacerse oír y que recuerda a las Administraciones, con no mucho éxito ciertamente, que no por ser menos (en número) se es menos (en derechos). Es la España cuya existencia recuerdan plataformas y asociaciones como «Teruel existe», «Soria ¡Ya!», «Cáceres se mueve», «Cuenca ahora», «Jaén merece más», «Ávila resixte», «La otra Guadalajara», «Huesca suena»… Todas ellas, y muchas más, hasta un centenar, convocaron en 2019 una histórica manifestación en el centro de Madrid para dar a conocer su cruda realidad y, al mismo tiempo, exigir soluciones en forma de inversiones que nunca llegan.

De la realidad de la España rural en general —no solo la vaciada— y de los retos y desafíos que plantea para la evangelización, se habló a fondo recientemente en un seminario. Es el que organizaron el pasado mes de septiembre el Departamento de Ecología Integral de la Comisión Episcopal para la Pastoral Social y Promoción Humana de la CEE y la Fundación Pablo VI. El evento congregó de manera telemática a 140 personas y se desarrolló en tres sesiones: una, el día 13, dedicada a presentar los desafíos económicos, sociales y culturales del mundo rural; otra, el día 20, centrada en el rescate de los «valores éticos» de esta España desde la perspectiva de una ecología integral; y la última, el 27, que puso el foco en la evangelización en las comunidades rurales.

«Esta es una temática bastante compleja si se analizan los problemas que suscita el mundo rural desde todos los ámbitos: social, económico, pastoral… En el seminario hemos puesto sobre la mesa una radiografía de los principales problemas, y hemos hablado de la necesidad de ampliar el foco de nuestra mirada al mundo rural», nos dice Fernando Fuentes, responsable del Departamento de Ecología Integral y director del Secretariado de la Comisión Episcopal para la Pastoral Social y Promoción Humana. «Hay que atender el mundo rural, pero no desde la frustración, sino desde la esperanza; y ver cómo podemos abrir caminos de trabajo», añade.

Nazaret también era un pueblo pequeño

El desafío que para la evangelización plantea el mundo rural fue abordado en 2019 en una carta pastoral conjunta de los obispos aragoneses. «Nazaret también era un pueblo pequeño» es su título. Se trata de un documento pionero cuyo encabezamiento quiere recordar que Jesús también nació y vivió entre las gentes sencillas del mundo rural, a las que transmitió la Buena Noticia del Reino de Dios con un lenguaje propio del mundo rural.

Este texto colectivo para orientar la evangelización y la acción pastoral en los pueblos aragoneses invita a reinventarse y a dinamizar las comunidades cristianas para que estas sean «vivas y creativas». En él se dice que al mundo rural no se lo debe considerar perdido para la evangelización por estar poco poblado, y se pide que el protagonismo en la transmisión de la fe recaiga «cada vez con mayor intensidad» en el laicado comprometido, alentado y guiado espiritualmente por los pastores.

El documento de las seis diócesis aragonesas (Jaca, Huesca, Barbastro-Monzón, Tarazona, Zaragoza y Teruel y Albarracín) hace una completa radiografía del marco de actuación. Y lo hace en un territorio con graves problemas de despoblación. Porque si en España hay 93 habitantes por kilómetro cuadrado, en Aragón esa cifra desciende a 27, con un pobre 14 en Huesca y un paupérrimo 9 en Teruel.

Lee todo el contenido en la Revista ECCLESIA número 4.092

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