Dichoso de vivir
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A Joseph Ratzinger siempre le gustó la comarca de los Castillos Romanos, un conjunto de pequeños pueblos encaramados en los Montes Albanos, a no mucha distancia de la Ciudad Eterna. Aprovechando la invitación de un viejo amigo, el obispo de Frascatti, Raffaello Martinelli, con quien trabajó durante años en la Congregación para la Doctrina de la Fe, el Papa emérito Benedicto XVI abandonó por unas horas su retiro en el Vaticano y volvió a disfrutar de los paisajes y del arte de esos lugares para él muy queridos. Al llegar al santuario de la Madonna del Tufo, a pesar de sus evidentes dificultades de movilidad, quiso ponerse de rodillas para recitar junto a las personas allí presentes una oración a la Virgen.
Si algo sabemos de la vida escondida de este viejo obrero de la viña del Señor es que la oración es el tejido profundo de todos sus días. Como él mismo ha revelado tantas veces, sobre todo, oración por la Iglesia que sufre pero que está en manos de un Timonel que no pierde jamás el rumbo. Oración por el Papa Francisco, cuyos desvelos y sufrimientos puede entender mejor que nadie. Y oración por su propia vida, ya que la cercanía del encuentro definitivo hace más evidente la propia limitación.
Varios testigos han relatado el contraste entre la debilidad física patente que mostraba Benedicto XVI, la viveza de sus ojos y su perenne sonrisa, casi de niño. Y junto a ello la curiosidad por todo, que no le abandona. Su increíble disposición a escuchar, una de las cosas más difíciles en esta vida. Sabemos que la excursión concluyó con una cena familiar en la Curia de Frascatti, acompañado por su amigo Monseñor Martinelli. La amistad sencilla y agradecida ha sido otro hilo de oro en la vida de Joseph Ratzinger. «Parece un hombre que vive continua y serenamente en presencia de Dios», ha dicho uno de los asistentes a la cena. Y eso lo explica todo.