Pedro desconcierta siempre
"Lo sucedido en Iraq da pistas sobre ese misterio que escapa a la sagacidad de tantos analistas"
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Que el Papa Francisco invocara al Señor del tiempo y de la historia en la plaza de Mosul, rodeado por el fervor de cristianos y musulmanes, con los escombros de las iglesias derruidas por el Estado Islámico a su espalda, indica una historia profunda que corre quizás inadvertida bajo las noticias que llenan las grandes portadas de los medios.
Para cualquier observador imparcial, el Sucesor de Pedro tiene siempre algo de misterio. Pablo VI rompió los esquemas de una ONU partida en dos por la Guerra Fría en 1965. Juan Pablo II convulsionó a todo un sistema totalitario con su presencia en la Plaza de la Victoria de Varsovia en 1979, y Benedicto XVI puso en pie a los diputados de todo el arco iris con su discurso al Bundestag en 2011. Ninguno de ellos disponía de divisiones para cambiar el rumbo de los acontecimientos. Se presentaron desarmados, con la única fuerza de la fe de los apóstoles, que permanece sorprendentemente viva pese a las previsiones de muchos sabios.
Lo sucedido en Iraq da pistas sobre ese misterio que escapa a la sagacidad de tantos analistas. Francisco ha evocado el origen de la historia en Ur de Caldea, con la inconcebible llamada de Dios a Abraham, que lo dejó todo y partió fiado sólo en su promesa. Es una historia que se teje en el tiempo con el testimonio de los mártires, como los que recordó el Papa en la catedral siro-católica de Bagdad, y con la caridad de muchos, empeñados en una misericordia incomprensible que llega incluso a perdonar a los enemigos. Puede desconcertar que el Papa concluya que la esperanza de Abrahán y de su descendencia “se realiza hoy en el misterio eucarístico”, ya que Jesús, “con su muerte y resurrección, nos ha abierto el paso a la tierra prometida, a la vida nueva donde las lágrimas son secadas, las heridas sanadas, los hermanos reconciliados”. Podríamos repetir aquello de escándalo para los judíos, necedad para los gentiles… y sarcasmo para no pocos periodistas.
En estos días he pensado sobre la ingenua audacia de Abraham, que desafió a todos los cálculos. La misma que encarnó Pedro, el pescador, al dirigirse a las autoridades del Sanedrín tras la resurrección de Jesús, y más tarde frente al emperador, en la colina vaticana. La misma de los cristianos que cargaron con un modesto hatillo a la espalda una noche de agosto de 2014, mientras sus casas eran pasto de las llamas del Daesh. Parece que asoma siempre la derrota, pero la historia de aquel pastor caldeo, la del pescador de Galilea, la del hombre llegado a Bagdad desde Roma, continúa.