Sentir con la Iglesia
Cuando los cristianos no ofrecemos algo que nace de vivir y sentir con la totalidad de la Iglesia, ofrecemos bien poco al mundo
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La carta que el Papa Francisco dirigió en junio de 2019 a la Iglesia en Alemania explicaba que el camino sinodal “consiste en vivir y sentir con la Iglesia y en la Iglesia, lo cual significará también sufrir con ella”, e incluía una significativa cita de Joseph Ratzinger en la que advertía que “cuando una Iglesia particular se separa del entero cuerpo eclesial se marchita y muere”. Sin Espíritu Santo no hay camino sinodal, sino algarabía que concluye en desazón, y Jesús ha establecido como garantía de su presencia la forma apostólica de su Iglesia, sin la cual habitaríamos en la confusión como bien intuyó el joven anglicano Newman.
Probablemente los sacerdotes alemanes que han bendecido públicamente a numerosas parejas homosexuales, escenificando una especie de alegre rebeldía frente a la precisa instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe, aprobada por el Papa, no se sientan concernidos por aquellas palabras de Francisco de hace menos de dos años. En realidad, esta “performance” jaleada por los grandes poderes mediáticos tiene muy poco que ver con una Iglesia en salida, y menos aún con la valentía de los verdaderos profetas.
Estamos ante algo mucho más profundo que una cuestión disciplinaria. Lo que está en juego es la naturaleza de la Iglesia, su misión en medio del mundo y su libertad, indefectiblemente ligada a su unidad en torno a Pedro. Queda mucho por hacer en lo que se refiere al diálogo, al acompañamiento y a la acogida de las personas homosexuales, pero seguro que esta bendición y teatralizada como una nueva protesta frente a Roma no les sirve para nada. Ellos, como cualquier otro, necesitan el encuentro con la verdad de Dios y la verdad del hombre que Cristo ha venido a revelar y que la Iglesia custodia con temor y temblor. Para ofrecer eso sí que hace falta valor, y un amor dispuesto a sufrir.
Cuando los cristianos no ofrecemos algo que nace de vivir y sentir con la totalidad de la Iglesia, ofrecemos bien poco al mundo. Y después de los aplausos quedan la impotencia y la frustración. La nuestra y la de quienes esperaban de nosotros algo que no se puede encontrar en ningún otro lugar.