Misa de la Familia para recordar que existe un solo matrimonio
Madrid - Publicado el - Actualizado
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El mayor peligro al que se enfrenta hoy la naturaleza humana no son los científicos -el avance de la genética o de la medicina, el culto a la innovación y al dominio técnico- que solicitan frenéticos subvenciones de los gobiernos de turno desde aristas peligrosas a través de poderosos lobbys con el fin de realizar sus proyectos sin ningún obstáculo legal o moral.
Los que amenazan la convivencia y la paz, el propio bien del hombre y de la comunidad humana, desde injustificados privilegios, son los políticos, capaces de subordinar cualquier cosa cuando les parezca útil con el fin único de permanecer en el poder.
La indiferencia de la derecha política es, en muchos casos, la otra cara de la misma moneda, el subproducto de la procacidad de la izquierda política cuando todo se vuelve negociable y se propone una comunidad metafísica mediante un lenguaje nuevo, adaptado a las circunstancias o al ambiente, irreverente y desacralizador, despreciativo de la realidad dada. Los políticos más caóticos y anárquicos, que suelen hallarse en la derecha (la izquierda es más dogmática y totalitaria) se adhieren con gusto a los dictados de una cultura dominada por la "ideología de género" y por la reaccionaria izquierda posmoderna. El poder, en una suerte de gobernanza que ve en los hombres meros recursos humanos, lo justificaría todo.
El mayor totalitarismo de la segunda década del siglo XXI se llama desontologización, un soberbio afán por destruir la realidad como propósito fundamental del tiempo presente. Es el odio a la naturaleza humana, el mismo orden del ser el que la clase política está empeñada en dilapidar desde las legislaciones y el Estado, instigando asimismo al arrumbamiento de todo aquello que incomode a sus objetivos. Cuando todo es cultura y la realidad se vuelve reconstruible es evidente que ya no existe nada real.
Sin duda se trata de una pacífica revolución cultural dirigida por la burocracia política, la educación y los medios de comunicación, orientados a reconstruir la naturaleza humana, quedando todo sometido a la dictadura de la opinión, del ambiente o de una cultura evolutiva. "Para algunos, la naturaleza se reduce a material para la actuación humana y para su poder", decía Juan Pablo II. Para otros -insistirá el beato- es en la promoción sin límites del poder del hombre como se constituyen los valores económicos, sociales, culturales y morales. De este modo, "el hombre no sería nada más que su libertad".
¿Para qué una fiesta de la familia cristiana? Quizá para recordar que existe un solo matrimonio (lo demás es pura ideología y mentira), sagrado por naturaleza (el mismo Dios es autor del matrimonio), y llamado a ser sacramental sin modificar su sustancia. En la actualidad, la Iglesia católica permanece como quien más y mejor custodia en su integridad un patrimonio que no es sólo suyo, sino que pertenece a toda la humanidad, postulándose así como una verdadera minoría creativa. Todo lo que favorezca el matrimonio y la familia -como es la Misa de las familias en la plaza de Colón- deberá ser bien recibido y celebrado, y de un modo especial en un tiempo donde la familia ha dejado de ser el lugar natural de transmisión de la fe.
En realidad, no ha sido el concepto de matrimonio lo que ha cambiado directamente en la cultura contemporánea. La legislación no puede alterar la verdad: no tiene sentido hablar de matrimonio homosexual, en la medida en que esta ley ni refleja ni tutela el orden natural. Es más bien el concepto de persona lo que se ha visto modificado, el concepto de libertad y el concepto de amor, y por tanto lo que significa ser varón o ser mujer y los modos de relacionarse.
La sociedad europea padece un desaforado tránsito antropológico. La cultura actual asume impasible el riesgo de menospreciar el realismo metafísico, el imponente error de negarse a reconocer la realidad de las cosas o aceptar nuestra capacidad para conocerlas con auténtica certeza. Ante semejante escepticismo, la opinión es la única verdad y mi voluble deseo el único bien. Se trata de algo tan deliberado como es debilitar o negar la dependencia de la libertad respecto de la verdad, como advirtió Juan Pablo II en su encíclica Veritatis splendor.
En el ámbito del mismo derecho este tránsito resulta especialmente peligroso, porque si no hay referencias universales o valores estables, entonces lo absoluto es el poder del legislador: ya no existe la justicia, sino el mero relativismo, lo establecido para cada uno. Este deslizamiento termina en un positivismo jurídico y en un velado sociologismo, puesto que una de las tentaciones para el legislador consiste en manipular la ley haciéndola moldeable según las variables de la tiránica opinión pública.
Por su parte, el individuo queda figuradamente exaltado en una libertad omnímoda, pero en realidad se trata de una libertad formal porque no se le reconoce la posibilidad de compromiso. Al quitarle esa facultad, en el fondo se le debilita frente al poder de la sociedad, porque sin vínculos estables el individuo permanece aislado y por tanto es más controlable.
Por lo demás, si no pueden identificarse el ser, la verdad y el bien, la persona humana queda desintegrada por dentro y disgregada hacia todo lo de fuera. En teoría puede ?inventarse? a sí mismo, porque ya no existe nada objetivo; en realidad ha dejado de tener cualquier referencia a los valores que le perfeccionan como persona y como hijo de Dios, y por tanto queda disminuida frente a la fuerza de su propio desorden interior o frente a la tentación de constituir su decisión arbitraria en única fuente del bien.
Hay que insistir una vez más. El final más radical que se persigue es la desontologización de la persona y del sexo: el sexo no existe; se hace, se elige, se construye o se destruye desde el individuo y para el individuo. El matrimonio y la familia, desde estas ideologías, han constituido o bien formas primigenias de opresión y dominación de clase, o bien fórmulas esencialistas de regulación de la vida sexual que hoy están felizmente obsoletas porque el individuo ha recuperado su libertad y sus derechos.
Igual que el relativismo es necesariamente dogmático, porque necesita imponer la norma previa de que ?no existe verdad alguna?, respecto al sexo no cabe diálogo para la "ideología de género", porque la sexualidad humana no existe como dimensión del ser personal, sino simplemente como opción de conducta del individuo. También aquí la persona, sin parentesco, sin matrimonio, sin raíces ni identidad familiar, queda indefensa ante el poder de la sociedad: sin sujetos intermedios, el individuo es más débil frente a quien ostenta el poder.
La familia se ha convertido, entre cualquier otra institución, en la realidad más vulnerable a los constantes cambios que sacuden nuestra sociedad. Por eso, es urgente una formación humana y cristiana sobre la persona, el matrimonio y la familia, la prevención en situaciones de dificultad ante los conflictos, fracasos o legislaciones divorcistas y de "ideología de género".
La luz de la Revelación, sin ser estrictamente necesaria para conocer el matrimonio y la familia, resulta iluminadora: a la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo entre un hombre y una mujer, basado en un amor exclusivo y definitivo que se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo. De igual manera, el modo de amar a Dios se convierte en la medida del amor humano, como mantendrá Benedicto XVI en la encíclica Deus caritas est. Si conozco y vivo mi fe, si percibo mi matrimonio como parte de mi camino vocacional hacia Dios y en la Iglesia, si cuento con la ayuda de la gracia, de la oración y de los sacramentos, la Sagrada Familia, lejos de ser irrelevante, nos muestra el camino de la verdadera educación en la fe, de la verdad de un Dios creador y redentor sobre la que sea posible construir una sociedad mejor que nos abre el camino de la auténtica libertad de la persona.
Roberto Esteban Duque