Las inquietantes caras de la montaña, en los límites del Mar de Castilla

Existe un lugar en el que, al borde del agua, la histórica ciudad romana de Ercávica muestra los restos de su grandeza cuando la sequía impone su ley

Las inquietantes caras de la montaña, en los límites del Mar de Castilla

Ana L. Quiroga

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Existe un lugar en el que, al borde del agua, la histórica ciudad romana de Ercávica muestra los restos de su grandeza y en el que, cuando la sequía impone su ley, el palacio y balneario de La Isabela, mandado construir por Fernando VII a petición de su esposa María Isabel de Braganza, emerge de las aguas, mostrando el recuerdo de su opulencia; unos restos sobre los que también parece planear el espíritu de los enfermos mentales que habitaron y murieron bajo sus muros cuando más tarde y en tiempos no muy lejanos, el balneario que había sido punto de encuentro de reyes, nobles y eruditos, terminó convertido en psiquiátrico.

Aquel palacio balneario, rodeado de hermosos jardines y con un manantial de aguas medicinales reconocidas desde los antiguos romanos hasta el mismísimo doctor Gregorio Marañón, desapareció cuando ríos caudalosos como el Guadiola, riachuelos como el Mayor o el Garibay y arroyos de evocadores nombres como el Nacimiento, inundaron la tierra con sus aguas, convertidos en el Embalse de Buendía que, junto con los de Entrepeñas, Bolarque, Zorita y Almoguera, constituyen la mayor zona húmeda de la península ibérica, el llamado Mar de Castilla.

Las inquietantes caras de la montaña, en los límites del Mar de Castilla

Es justamente ahí, en los límites de ese hermoso y fascinante mar de interior, donde la montaña se convierte en misterioso e inquietante arte en forma de caras que parecen pugnar por librarse de algún sortilegio que las mantiene pegadas a la roca.

Deidades budistas como Krishna o Maitreya, brujos enredados en la espiral de sus conjuros, duendes negros e indios, chamanes o la moneda con el secreto de la vida, son algunos de los 20 rostros que, atrapados entre el viento, el agua y la piedra, nos observan con sus ojos vacíos. Es La Ruta de las Caras, en Buendía, Cuenca, obra de dos artistas, Jorge Maldonado y Eulogio Reguillo, que dedicaron muchos años de sus vidas a robarle a la montaña arcillosa alguna de sus muchas caras ocultas. Donde otros vemos piedras, ellos han visto y destapado el espíritu de la roca, a modo de turbadoras imágenes que nos aguardan y sorprenden a la vuelta de cualquier montículo.

Las inquietantes caras de la montaña, en los límites del Mar de Castilla

Esos rostros pétreos, inertes y desconcertantes, con la Dama del Pantano a la cabeza, miran, sin ver, hacia el agua turquesa del embalse, todos menos uno: la amenazadora Calavera de la Muerte, que mira en sentido contrario, como símbolo tal vez de que, traspasado ese umbral, no hay nada que podamos ver con nuestros ojos humanos.

No lejos de allí, en Salcedón, la ermita de la Santa Cara de Dios, es el contrapunto milagroso a las inquietantes caras de piedra.

Las inquietantes caras de la montaña, en los límites del Mar de Castilla

Dicen que, allá por el siglo XVII, esa ermita era un “hospitalillo” que acogía a los pobres de la zona y, cuenta la tradición que entre un grupo de personas que se habían refugiado en él, había una pareja, Juan e Inés. Ella, para gastarle una broma a su novio, decidió esconderse poco antes del amanecer. Cuando Juan despertó, pensando que había sido abandonado, se enfureció de tal modo que, clavando su puñal en la pared, profirió una terrible blasfemia: "¡Voto a Dios que, aunque estuviera aquí su cara, la cosería con este puñal!". Cuentan que, en ese momento, en la pared apareció una figura con el rostro de Jesús y que mostraba en su mejilla derecha la herida del puñal que Juan acababa de clavar. Desde entonces, esa ermita, en la que se sucedieron numerosos milagros, es conocida como la ermita de la Santa Cara de Dios.

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