'Crónicas perplejas': "Me han despertado señoras que en el tren ya no soportaban mis ronquidos"

Habla Antonio Agredano de aquellos que tienen el "talento" de quedarse dormidos en cualquier sitio y a la hora que sea

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Escucha las 'Crónicas perplejas' de Antonio Agredano y descubre los sitios en los que se ha quedado dormido

Antonio Agredano

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En esta sección de ‘Herrera en COPE’, Antonio Agredano mezcla lo “cotidiano y exótico” con una particular visión de las cosas de la vida capaz de equiparar con lo más sorprendente en sus "Crónicas perplejas".

Pudo ser una tragedia. Mi prima Cintia, hace ya unos años, se metió en las tranquilas aguas de Fuengirola con una de esas colchonetas que eran azules por una cara y rojas por la otra. Cómo raspaban, por cierto. Parecían de lija.

Pues ahí que se adentró un poco en el mar, se tumbó bocabajo y entre el sol y que estaba recién comida, se quedó frita. La despertó un señor de salvamento marítimo, lejos, muy lejos, de la orilla. Ella abrió los ojos, con la baba sobre la mejilla, lo miró con los ojos entrecerrados, y le dijo: “Cinco minutitos más, por favor”.

A quien no se le ha ido una siesta de las manos. Cuando yo no tenía hijos, mis siestas empezaban con el Tour de Francia y acababan con el Telediario de la noche. Qué tiempos aquellos. Yo tengo dos superpoderes que son la envidia de todo mi entorno: el primero es que puedo hacer mis necesidades en absolutamente cualquier wáter. En una gasolinera, en El Corte Inglés, en un pub irlandés o uno de esos aseos portátiles que sólo usan los festivaleros y los albañiles.

Y mi segundo talento es que puedo dormir profundamente en cualquier lugar, solo o rodeado de gente, en silencio o en mitad de un concierto. Podría dormirme en una trinchera de la Segunda Guerra Mundial o en un cumpleaños infantil en uno de esos locales de polígono industrial con piscina de bolas para los niños y ron con cola para los adultos.

En Madrid, volviendo de una marcha, me dormí en el metro y aparecí en mitad de la nada, en un descampado desde el que se veía, muy a lo lejos, la ciudad. Me han despertado conductores de autobuses y señoras que en el tren ya no soportaban mis ronquidos.

Me he dormido en los ALSA, me he dormido de copiloto en blablacar y me he dormido en casa, cuidando a mis hijos, y cuando me he despertado, los niños habían aprendido a abrir la puerta de la calle y jugaban a subir y bajar escaleras hasta que una vecina vino a advertirme: “Antonio, se te han escapado los niños”. “Qué niños”, contesté. Que esa es otra. Cuando me despierto de la siesta tardo otra hora en actualizar el software.

Para dormir sólo hacen falta dos cosas: cerrar los ojos y tener la conciencia tranquila. Es un manual de instrucciones de una sola página. El ser humano tiene sus cosas regulares, pero también sus cosas buenas: construimos las pirámides de Egipto, esculpimos el David de Miguel Ángel e inventamos ese culmen de la belleza y el placer que es la siestecita de antes de comer. Un hito de nuestra civilización. Qué patrimonio inmaterial esa horizontalidad de sofá y ese ronquido suavecito para adentro.

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