"Se celebra el nacimiento de un niño en el seno de una familia sin techo"
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La historia de Navidad que más me conmovió, siendo niño, fue la de la niña de las cerillas. La escuché por vez primera por la radio, con aquellas magníficas voces que tenia el cuadro de actores de Radio Madrid, y no pude contener las lágrimas al comprobar que el final no es que la abuela se hubiera llevado a la niña a un hogar maravilloso, sino que al encender la última cerilla para intentar calentarse sobre la nieve, había tenido alucinaciones y había muerto congelada, y así la descubrieron, a la mañana siguiente, con los restos cenicientos de las cerillas.
La otra historia no es un cuento Christian Andersen, sino una historia real, que ocurrió en Europa, en la nochebuena de 1914, durante la Primera Guerra Mundial, cerca de Ypres, en Bélgica. Allí estaba instalado el llamado frente Occidental, entre el Imperio Alemán y el Imperio Británico.
De repente, alguien, en las trincheras alemanas, entona “Noche de Paz”, y enseguida es coreado por sus compañeros. Al otro lado, unos soldados británicos cantan la misma canción en inglés. Así comenzó la llamada Tregua de Navidad, al margen de las órdenes del mando, y los soldados de uno y otro lado llegaron a jugar un partido de fútbol en la mañana siguiente, día de Navidad. Para que no ocurriera lo mismo, en la nochebuena del año 1915, los generales al mando encargaron que se bombardearan las posiciones. De esta historia me enteré siendo ya un jovencito, y aunque se han llevado a cabo numerosas películas basadas en estos hechos reales, nunca he querido ver ninguna por respeto a mi imaginación.
La magia de la Navidad es un confuso revoltijo de recuerdos y emociones basados en la conmemoración del único nacimiento que se conmemora en medio mundo, más de dos mil años después de haberse producido. Y aunque algunos concejales se piensen que estas son unas fiestas laicas, lo que se celebra es el nacimiento de un niño en el seno de una familia que, circunstancialmente, hoy entraría en la categoría de los sin techo. Y es agridulce porque incita a la solidaridad, y para muchas personas es algo difícil ser feliz, cuando sabes, y te consta, que son muchas las personas que hoy se refugian en lugares todavía menos cálidos que un pesebre. Y es agridulce porque a la mesa de los que sí tenemos techo, no se sientan los que se fueron, a pesar de que su recuerdo suscite un comentario colectivo o una punzada de vacío individual. Y es agridulce, porque la sonrisa, o el comentario de una niña redicha o de un niño ingenuo, te devuelve la esperanza, y te reconforta que esos niños crecerán y recogerán la antorcha en este relevo continuo. Y, algunos, como yo, durante un instante puede que les venga la imagen aterida de la niña de las cerillas, o un villancico para cantar en las trincheras, que es el lugar más alejado de una noche de paz. Y puede que no sea debido, ni a la compasión, ni a la esperanza, sino al rescate de cuando, alguno de nosotros, era una niña redicha o un niño ingenuo, y escuchábamos cuentos por la radio.