Los emparedados de San Pantaleón de Losa y el secreto de los Templarios a 100 kilómetros de Burgos

A escasos cien kilómetros de Burgos, en el corazón de la bellísima comarca de Las Merindades, sobre la Peña Colorada, como si fuera un barco varado en medio de la nada, existe un lugar mágico en el que, según la leyenda, los caballeros templarios habrían custodiado, al menos durante un tiempo, el Santo Grial.

En lo alto de ese impactante barco de piedra que nunca surcó las aguas más allá de dejarse moldear y acariciar por el río Jerea que discurre a sus pies y como si de una singular cabina de mando se tratara, se alza la ermita de San Pantaleón de Losa que la primavera rodea con una alfombra de lirios desde hace siglos.

Mientras nos aproximamos, todo a su alrededor nos hace guiños conduciendo nuestra imaginación hacia la Orden de los Templarios y el Santo Grial.

Enfrente de esa proa que se alza como queriendo tocar el cielo, está Sierra Salvada que, según la tradición, entroncaría con el Montsalvat al que todas las leyendas templarias hacen referencia y que los nazis buscaron afanosamente sin hallarla.

Muy cerca, abrazadas por la Sierra Magdalena, está la localidad de Criales que hasta no hace mucho se llamó Griales y la de Siones y, allá en lo alto, donde hubo asentamientos humanos desde la noche de los tiempos y también una fortaleza templaria, nos espera la ermita de San Pantaleón que nos recibe con un gigante a la izquierda de su puerta, un gigante que muchos identifican con Sansón y otros hablan de él como un atlante, habitante de la perdida y mítica Atlántida e incluso creen que representa al mismísimo Hércules.

En las arquivoltas del arco de esa misma puerta, nos sorprenden otras figuras singulares, "los emparedados", inquietantes cuerpos y caras con extrañas expresiones, unos cuerpos de los que solo asoman los pies y la cabeza, como si hubieran querido traspasar la pared, pero hubieran quedado petrificados, prisioneros de la piedra, antes de conseguirlo o alguien los hubiera emparedado, en una extraña celda pétrea sin espacio para moverse.

En el interior de la ermita, un sepulcro que la tradición relaciona con el santo que le da nombre, San Pantaleón, el médico que, en el siglo IV, fue martirizado, sometido a todo tipo de salvajes y crueles torturas. Como quiera que sus torturadores no lograban acabar con su vida, optaron por cortarle la cabeza. Cuentan que en ese momento se obró un extraordinario milagro porque el olivo seco, junto al que su sangre se estaba derramando, floreció y se llenó inmediatamente de olivas.

Hoy, un relicario con un poco de su sangre en estado sólido, se guarda en el Monasterio de la Encarnación de Madrid y cada año, el 27 de julio, víspera del día en que el santo fue decapitado, esa sangre se vuelve líquida de manera milagrosa y científicamente imposible de explicar. La tradición popular asegura que si un año, la sangre no se licúa, ocurrirá una gran catástrofe. Algunos afirman que eso ocurrió en 1936, año en el que comenzó la Guerra Civil, algo que parece descartado porque existe constancia escrita de que la sangre del santo se ha licuado todos los años, desde que se tiene conocimiento de su reliquia.

Desde lo alto de este barco imponente, perdiendo la vista en el entorno y dejando vagar la imaginación, es fácil vislumbrar a los caballeros templarios cabalgando monte arriba hasta la ermita para, en ella, cumplir su promesa de proteger el Santo Grial que podría haber permanecido aquí, de camino hacia su destino final en Valencia, en cuya catedral se guarda y donde tal vez siga estando custodiado por el espíritu de los templarios que juraron hacerlo por toda la eternidad.