‘Crónicas perplejas’: "Mis hijos recordarán al señor viejo y flaco al que compraban chuches en su tiendecilla"
Habla Antonio Agredano de aquellos puestecillos, aquellas tiendecillas, de las tiendas de barrio que existían en nuestra infancia y que siempre recordamos
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En esta sección de ‘Herrera en COPE’, Antonio Agredano mezcla lo “cotidiano y exótico” con una particular visión de las cosas de la vida capaz de equiparar con lo más sorprendente en sus ‘Crónicas Perplejas’.
Lejos de las mociones de censura, lejos de la moqueta de los despachos, la vida continúa con su aire lánguido. Con esa cotidianidad de persianas subidas. Los “buenos días”. Los “¿cómo estás?”. Con los problemas de cada uno guardados dentro como un tesoro oxidado. La realidad es así de simple: seguir con lo nuestro. Una amabilidad a prueba de bombas. Conversaciones improvisadas detrás del mostrador. El bullicio de la calle y el silencio de puertas hacia dentro.
A veces, cuando salen del cole, y en contra de la opinión de nutricionistas y dentistas, llevo a mis hijos a una tienda de chucherías y les compro alguna galguería. Palotes. Ositos de gominola. Paquetes de pelotazos. Gusanitos. Un premio a su constancia infantil. Una recompensa de azúcar a su minúscula entereza. Ya sé que hay padres que dan kiwis a sus hijos en el parque. Pero yo soy un padre vulgar. Criado alrededor de los puestecillos de los ochenta. Y de eso quería hablar. De aquel puestecillo de Parque Figueroa que ya no existe. Mi padre me daba cinco duros y se abría un mundo ante mis ojos. Ejércitos de plástico en sobres de papel. Estampas del Tato Abadía, de Elduayen, de Vizcaíno. Chicles Cheiw. El pitagol. Ese mundo.
Ahora con mis hijos voy a una tienda igual de desordenada. Es un local diminuto, cerca de su colegio, con las paredes pintadas de amarillo, sin ningún cartel en el exterior. Sólo un toldo azul y verde. Y una pizarra en la puerta anunciando refrescos fríos. Un señor mayor nos atiende. No sé su nombre. Sonríe a los pequeños. Elegimos las chucherías y las metemos en una bolsita con una pinza. Los niños señalan con sus deditos las cajas de plástico. Son más felices eligiendo qué comer, que comiendo. A veces, nuestros hijos, son una prolongación de nuestras infancias. Esa alegría dura instante. Luego volvemos a casa y empezamos nuestras rutinas. Duchas y pijamas. Preparar la ropa del día siguiente. Repasar las fichas del colegio. Reñirles por su desorden.
Pero ese minuto, con su bolsa llena de gominolas, es estrictamente nuestro. Un respiro en el trajín del día a día. No sé el nombre de ese señor viejo y flaco, pero seguro que mis hijos se acordarán de él dentro de mucho. La felicidad es tinta en el papel blanco de la memoria.
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