Las Médulas, el secreto de las pepitas de oro que todavía esconden y el libro de magia de San Cipriano
Añadían agua en grandes cantidades para que la montaña reventara literalmente y dejara un poso de lodo que ellos cribaban para extraer el oro
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El color rojizo de las cumbres de Las Médulas, en el corazón del Bierzo, en León, destaca entre el verdor del paisaje y llama la atención desde muchos kilómetros de distancia.
Plinio el Viejo, que fue administrador de la que era la mina aurífera a cielo abierto más importante de la antigua Roma, dejó escrito que se sacaban unas 20.000 libras de oro al año de aquella montaña que, según él, resultaba tan grandiosa que parecía hecha por gigantes.
Para que les resultara más fácil el trabajo, excavaban en la montaña galerías sin salida, las llenaban de agua para que ablandase un poco la tierra y después, añadían agua en grandes cantidades para que la montaña reventara literalmente y dejara un poso de lodo que ellos cribaban para extraer el oro.
Naturalmente, con cada uno de los pequeños ríos de alrededor, no tenían suficiente para inundar y derribar esas montañas, así que los romanos crearon una red de canales de más de mil kilómetros que todavía existe en parte, para que por ellos fluyera el agua de todos los ríos vecinos hacia la montaña del oro que, aún hoy, resulta fascinante e impactante cuando uno se encuentra a los pies de sus rojizos picachos. La leyenda habla de que ese color es debido a la sangre de los astures, capitaneados por Médulo, que perdieron la vida en una cruenta batalla contra los romanos. Los expertos aseguran que ese ocre no es más que el color de la tierra arcillosa.
Pasear bajo las galerías abiertas y que parecen cerrarse sobre nuestras cabezas y asomarnos a los enormes boquetes causados por el agua buscando una salida y arrastrando el oro, nos sorprenden y maravillan.
Allí abajo, donde hoy la vegetación se cierra y encierra los secretos de tantas generaciones, impone mucho imaginar como miles de personas trabajaron incansables bateando el lodo para extraer el oro que después viajaba a Roma para pagar caprichos y campañas militares.
Es historia que más de 60.000 personas llegaron a trabajar en ese lugar en el que la mano de obra la ponían miles de esclavos y cuenta la leyenda que entre ellos estuvo Barrabás que, según la tradición popular, también habría estado encerrado en una cárcel subterránea de la cercana Astorga.
Esos picachos que hoy podemos admirar desde todos los ángulos, de abajo arriba, cara a cara o de arriba abajo, a lo largo de los recorridos ya fijados, todavía guardan oro en sus entrañas, un oro en forma de pepitas que, las aguas de lluvia y subterráneas sacan a la superficie en distintos puntos de los alrededores y cuya ubicación guardan celosamente los vecinos de los pueblos cercanos que solo admiten encontrar algunas esporádicas mientras admiten en voz baja, conocer a no pocos coleccionistas que las pagan por encima del precio de mercado.
Existe incluso una leyenda, que habla del Ciprianillo, un libro de magia escrito por San Cipriano, que mostraría los lugares en los que el oro cubre con sus reflejos dorados la montaña, pero también dicen que ninguno de los que fueron en su busca, volvió jamás.
Hoy, las montañas reventadas por el agua, son tierra de cultivo para una vegetación exuberante y los caminos que sirvieron a los romanos para transportar el oro que extraían, están rodeados de árboles seculares entre los que destacan algunos castaños cuyas raíces parecen no tener suficiente espacio hundiéndose en ese terreno singularmente bello y por eso dejan parte a la vista, formando auténticas filigranas y figuras, frecuentemente inquietantes, que nos recuerdan a los “mouros”, míticos guardianes del tesoro que la imaginación popular lo mismo convierte en gigantes perversos que en duendes juguetones.