‘Crónicas perplejas’: “Todo lo que hacía mi abuelo era para verme feliz”

Recuerdo Antonio Agredano a su abuelo en el Día de los Abuelos

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‘Crónicas perplejas’: “Todo lo que hacía mi abuelo era para verme feliz”

Antonio Agredano

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En esta nueva sección veraniega de ‘Herrera en COPE’, Antonio Agredano mezcla lo “cotidiano y exótico” con una particular visión de las cosas de la vida capaz de equiparar con lo más sorprendente.

En este especial #DíaDeLosAbuelos nos habla y recuerda Antonio a su abuelo al que echa de menos y recuerda “su mirada bondadosa y cansada que creo ver a veces en el espejo”

Así nos lo cuenta Agredano:

Aprendí con ocho años que la vida era un regalo frágil. Que, a veces, los corazones se paran. Así sin más. “Tu abuelo se ha ido al cielo”, me dijo mi padre. Y yo miré por inercia hacia arriba, y no encontré estrellas, sino el gotelé del techo y una lámpara horrible que iluminó durante muchos años el salón familiar. Lloré hasta dormirme. Quise saber, en vano, por qué, así tan de repente, él se había marchado. Dónde estarían ahora sus abrazos a la salida de clase, sus paseos de la mano, sus “hasta mañana”. Yo era muy pequeño y la muerte era todavía una suerte de pena exótica, un dolor casi nuevo, algo de lo que apenas habíamos hablado.

La semana anterior a su adiós, habíamos comido todos en su casa en Parque Figueroa. En los postres, mi abuelo Antonio salió de la cocina con los platos en las manos y la sandía rodando a sus pies, dándole pataditas como un improvisado futbolista. Intentó un regate, pero la sandía era ingobernable y rodó cómicamente hasta golpear el mueble de la televisión. Mi abuela le riñó con cariño. Los demás nos reímos con su ocurrencia. Todo lo que él hacía, o yo así lo creía, era para verme feliz. Me sentía un afortunado. Yo era su primer nieto, había heredado su nombre y también el peso del primer apellido. Ese Agredano, que sonaba tan severo cuando pasaban lista, y que ningún otro niño tenía en un colegio lleno de Gómez y Martínez.

Mi presente responde, pero es mi pasado el que a veces pregunta. Todos llevamos una infancia dentro. Una curiosidad invencible. Una ausencia. Cada tiempo exige su pesar y su renuncia. La incertidumbre de vivir me arroja muchas veces al recuerdo de aquellos brazos. Las manos de mi abuelo eran profundas y firmes como las raíces de una higuera. Las manos de mi abuelo. Y aquellas camisetas de tirantes. Y su mirada bondadosa y cansada que creo ver a veces en el espejo.

“Bueno va”, solía decir mi abuelo Antonio cuando las cosas se torcían. He hecho mía esa frase que tantas veces le escuché. Bueno va, Antoñín. Como me llamaba. Parece que oigo su voz, sus consejos, que aún me acompaña: “Antoñín, que la tristeza no te domine, que las heridas se curan, que desde alguna parte estaré viendo cómo te conviertes en el hombre que siempre quise que fueras”.

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